Hay mañanas que amanecen frías, intensamente frías.
Me basta con extender el brazo derecho para descorrer la cortina y ver el parque que hay enfrente. Es temprano y la humedad de la madrugada con seguridad ha empapado por completo la superficie de los bancos.
Salvo un hombre, nadie más se ve. Un hombre de raza negra, sentado sobre unos papeles de periódico que intentan hacer las veces de impermeable. Sólo él, los bancos, los árboles, las farolas y el césped.
Me pregunto si habrá conseguido plaza la pasada noche en el albergue que hay en las inmediaciones. Si no fue así, la única opción probable para huir de la intemperie absoluta habrá sido dormir en los aparcamientos techados que hay bajo el parque... ¿En un colchón de cartón?
Ahí está, acompañado únicamente por su soledad, con los ojos fijos en la nada y las manos en los bolsillos -posiblemente vacíos de ganas- de un chaquetón que no tiene pinta de abrigar mucho. Un gorro le cubre la cabeza. Y me cala los huesos el frío que a él parece no afectarle, quizás porque ya está de sobra acostumbrado a la gelidez.
¿Qué pensará al proyectar su mirada que parece perderse en ningún punto concreto?... ¿Recordará a seres queridos que dejó en su lugar de origen cuando partió en busca de un sueño?... ¿Llegaría en patera?... ¿Cuándo le abrazó alguien por última vez?... ¿Le abrazó alguien una primera o última vez?... ¿Qué sentirá en este momento?... ¿Qué sentirá en otros?... ¿Qué sentirá siempre? No sé si es producto de mi imaginación, pero hasta casi me parece verle escarcha en la piel. ¿O será que la de su corazón es de tal calibre, que traspasa con fuerza su epidermis y allí se instala a la espera de que la salida del sol la derrita?
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Miro al techo que me cobija. Es extenso, tan extenso que albergaría con holgura a varios como él. Un techo que cuadricula un hogar cálido, con orientación Sur, que ni precisa calefacción extra para sentirse cómodo ¡Se librarían del frío! ¿Un plato caliente de comida? ¿Cuartos de baño en los que poder asearse? Pero no puedo ofrecérselo, no puedo brindarle ni a él, ni a tantos como él o en circunstancias similares, la panacea que solucione su difícil realidad. Pienso entonces rebeldemente en la justicia, en la utopía... ¿Por qué te alejas tanto en ese, tu horizonte que se hace inalcanzable? Quisiera gritar en este momento un montón de palabras mal sonantes. Estoy furiosa, creo, pero al mismo tiempo volviendo a reconocer mi enorme privilegio. ¡Estoy de tantas maneras en este instante... !
Pasan los minutos... ¿las horas? y sentado está un hombre. Un hombre negro. Sobre un banco mojado. Apenas se mueve. ¿Es un ser humano o una estatua? ¿Cuántos hemos reparado en su presencia? ¿Cuántos?
Hay mañanas en que algunos cuerpos amanecen fríos, muy fríos.
Hay mañanas en que, también, a algunos, de ver a hombres como ese, sentados en un banco mojado... se nos congela el alma.
Y no sé por qué, pero de repente me ha invadido uno de los cuentos preferidos de mi niñez, que leía y releía, aunque siempre me acabara poniendo triste: “El príncipe feliz”... y su leal golondrina.
Vaya... no sé si llueve o lo que cae es una lágrima.
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