Después de salir de clase de danza he pasado por el supermercado. En la puerta había sentado en el suelo un hombre, pidiendo dinero. Su aspecto indicaba a priori que pertenece al colectivo conocido como los “sin techo”... “indigentes”... “mendigos”… “invisibles”... Le conozco de haberle visto en varias ocasiones, en parques... casi siempre bebiendo, en compañía de “iguales” pues también crean su propia red social. Y es que por más que los momentos de soledad resulten cómodos, y hasta necesarios para algunas personas, la naturaleza humana es gregaria; independientemente de cual sea nuestro estatus. Por ende precisamos mezclarnos... interactuar con otros, comunicarnos; o intentarlo... pero ese es otro tema.
Es más seguro que probable que esté alcoholizado, e incluso que haya consumido o consuma sustancias de otro tipo. En consecuencia los apenas cincuenta años de edad real que le he calculado, parecían pasar con creces los sesenta por proyectarse cansados... deteriorados. Años de, supongo, mucho... mucho frío. Posiblemente más interno que externo. Un hombre con un equipaje vital, con una historia tal vez que contar pero... ¿a quién le interesa? Una biografía, como tenemos todos, aunque escrita con los pasos de alguien que supuestamente subsiste día a día sin amparo. Un hombre... ¿enfermo física... mentalmente?... Un hombre... ¿desheredado incluso de sí mismo?... Un hombre... ¿rendido ante las circunstancias de vida que le tocaron, o que él propició? Un hombre, en cualquier caso.
Es más seguro que probable que esté alcoholizado, e incluso que haya consumido o consuma sustancias de otro tipo. En consecuencia los apenas cincuenta años de edad real que le he calculado, parecían pasar con creces los sesenta por proyectarse cansados... deteriorados. Años de, supongo, mucho... mucho frío. Posiblemente más interno que externo. Un hombre con un equipaje vital, con una historia tal vez que contar pero... ¿a quién le interesa? Una biografía, como tenemos todos, aunque escrita con los pasos de alguien que supuestamente subsiste día a día sin amparo. Un hombre... ¿enfermo física... mentalmente?... Un hombre... ¿desheredado incluso de sí mismo?... Un hombre... ¿rendido ante las circunstancias de vida que le tocaron, o que él propició? Un hombre, en cualquier caso.
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Al entrar en el establecimiento salía otro hombre de mi quinta. Casi chocamos y nuestros ojos se han cruzado, manteniéndose la mirada en un hilo que ha tardado en soltarse. Finalmente él ha apartado los suyos pero yo he continuado mirando en su dirección, descubriendo cómo se paraba en el umbral y entregaba comida al hombre que fuera permanecía sentado. A la par he observado que su apariencia era todo lo contrario. El prototipo de un individuo sano, deportista y, en conjunto, un claro ejemplo de lo que los cánones de belleza imperantes en la actualidad determinan como hombre guapo. De hecho muy, muy guapo. No es que sea un dato relevante para lo que cuento, pero sí tiene importancia que el hombre “invisible” no lo es tanto para otro perfectamente visible, e incluso deseablemente visible para una mayoría. Con lo que, además, se desmontan tópicos del tipo: “Las rubias son tontas, los guapos ególatras insensibles…”.
Mientras cogía el único artículo que necesitaba -que se encuentra situado prácticamente al lado de la puerta- he sentido que empezaba a dibujárseme una sonrisa, procedente en realidad de los adentrados adentros; con sensación física incluida que no es nueva para mí. He notado como si un arroyo naciera en el centro del pecho y brotase en forma de cascada elevando las comisuras de mis labios. Literalmente. Y una profunda gratitud ha comenzado a invadirme en ese instante, subiéndome a una mullida nubecilla de bienestar (alegría, que digo yo... felicidad, que llama el resto).
De inmediato me he puesto en cola de caja y he podido leer el cartel que acompañaba al hombre sentado, pues lo tenía enfrente. Contaba una historia que saltaba a la legua no era cierta. Que si necesitaba dinero para el tratamiento médico de su mujer que estaba enferma y su cuñada también, que no sé qué no sé cuánto... Ningún transeúnte parecía reparar en él... como si fuera una baldosa más del suelo. Nadie excepto...
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El hombre de mi quinta -que dejó su compra momentáneamente para entregar al “invisible” la comida- había regresado dentro y terminaba de embolsar. Nuestros ojos se han vuelto a encontrar y, una vez más, no he apartado la mirada. Tampoco él hasta que ya tenía todo listo y ha iniciado la marcha. ¿Una forma de reconocimiento quizás? No sé... era un desconocido pero había “cierta extraña familiaridad”. De nuevo se ha detenido con el hombre sentado, hablándole... escuchándole... hasta que ha desaparecido. Ha dialogado con él, no largo y tendido, pero han conversado. Y así… el “invisible", durante unos minutos, ha dejado de serlo para otro hombre.
Cuando presencio escenas de este tipo las experimento de un modo singular. El transcurrir del tiempo sigue su curso habitual, como es lógico, sin embargo para mí es como si se detuviera... como si se ralentizara lo visionado pero no proyectándose a cámara lenta, aunque sí se extiende lo que acontece… remarcándose con intensidad… atenuándose sonidos y contornos de alrededor. Como si sólo existiera lo que observo... como cuando en un teatro el patio de butacas permanece a oscuras y los actores son lo único iluminado. Es difícil de explicar... pero en mi levediccionario lo suelo llamar: “estar más allá del límite de las cosas” (sin evaluar lo "material"). O "ser peliculera”, si de ese modo se entiende mejor :-)
He tenido un impulso sólo frenado por el hecho de que dos personas me precedieran en la cola. Eso es lo que ha impedido que alcanzase en la calle al hombre de mi quinta. Deseaba… casi necesitaba darle las gracias. Gracias porque, en un periodo donde la radiación de la levekryptonita me alcanza, determinadas escenas humanas comparten propiedades con el plomo y las ejercen contrarrestando lo nocivo. Porque, aunque sea abril el mes que nos ocupa, ciertas actitudes (y hasta aptitudes) llegan como agua de mayo. Porque, con lo relatado, afloran esas briznillas de hierba que luchan por abrirse paso a la vida como sea, donde sea, incluso en las peores circunstancias. Por ser artífice de un gesto... propio de justos.
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Esos gestos... exactamente los que renuevan mis fuerzas... los que me esponjan el corazón. Los que me recuerdan que sí… que otro mundo es posible, aunque haya que construirlo… e incluso reconstruirlo.
Y sonrío… dulcemente, en mis adentrados adentros.
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Al entrar en el establecimiento salía otro hombre de mi quinta. Casi chocamos y nuestros ojos se han cruzado, manteniéndose la mirada en un hilo que ha tardado en soltarse. Finalmente él ha apartado los suyos pero yo he continuado mirando en su dirección, descubriendo cómo se paraba en el umbral y entregaba comida al hombre que fuera permanecía sentado. A la par he observado que su apariencia era todo lo contrario. El prototipo de un individuo sano, deportista y, en conjunto, un claro ejemplo de lo que los cánones de belleza imperantes en la actualidad determinan como hombre guapo. De hecho muy, muy guapo. No es que sea un dato relevante para lo que cuento, pero sí tiene importancia que el hombre “invisible” no lo es tanto para otro perfectamente visible, e incluso deseablemente visible para una mayoría. Con lo que, además, se desmontan tópicos del tipo: “Las rubias son tontas, los guapos ególatras insensibles…”.
Mientras cogía el único artículo que necesitaba -que se encuentra situado prácticamente al lado de la puerta- he sentido que empezaba a dibujárseme una sonrisa, procedente en realidad de los adentrados adentros; con sensación física incluida que no es nueva para mí. He notado como si un arroyo naciera en el centro del pecho y brotase en forma de cascada elevando las comisuras de mis labios. Literalmente. Y una profunda gratitud ha comenzado a invadirme en ese instante, subiéndome a una mullida nubecilla de bienestar (alegría, que digo yo... felicidad, que llama el resto).
De inmediato me he puesto en cola de caja y he podido leer el cartel que acompañaba al hombre sentado, pues lo tenía enfrente. Contaba una historia que saltaba a la legua no era cierta. Que si necesitaba dinero para el tratamiento médico de su mujer que estaba enferma y su cuñada también, que no sé qué no sé cuánto... Ningún transeúnte parecía reparar en él... como si fuera una baldosa más del suelo. Nadie excepto...
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El hombre de mi quinta -que dejó su compra momentáneamente para entregar al “invisible” la comida- había regresado dentro y terminaba de embolsar. Nuestros ojos se han vuelto a encontrar y, una vez más, no he apartado la mirada. Tampoco él hasta que ya tenía todo listo y ha iniciado la marcha. ¿Una forma de reconocimiento quizás? No sé... era un desconocido pero había “cierta extraña familiaridad”. De nuevo se ha detenido con el hombre sentado, hablándole... escuchándole... hasta que ha desaparecido. Ha dialogado con él, no largo y tendido, pero han conversado. Y así… el “invisible", durante unos minutos, ha dejado de serlo para otro hombre.
Cuando presencio escenas de este tipo las experimento de un modo singular. El transcurrir del tiempo sigue su curso habitual, como es lógico, sin embargo para mí es como si se detuviera... como si se ralentizara lo visionado pero no proyectándose a cámara lenta, aunque sí se extiende lo que acontece… remarcándose con intensidad… atenuándose sonidos y contornos de alrededor. Como si sólo existiera lo que observo... como cuando en un teatro el patio de butacas permanece a oscuras y los actores son lo único iluminado. Es difícil de explicar... pero en mi levediccionario lo suelo llamar: “estar más allá del límite de las cosas” (sin evaluar lo "material"). O "ser peliculera”, si de ese modo se entiende mejor :-)
He tenido un impulso sólo frenado por el hecho de que dos personas me precedieran en la cola. Eso es lo que ha impedido que alcanzase en la calle al hombre de mi quinta. Deseaba… casi necesitaba darle las gracias. Gracias porque, en un periodo donde la radiación de la levekryptonita me alcanza, determinadas escenas humanas comparten propiedades con el plomo y las ejercen contrarrestando lo nocivo. Porque, aunque sea abril el mes que nos ocupa, ciertas actitudes (y hasta aptitudes) llegan como agua de mayo. Porque, con lo relatado, afloran esas briznillas de hierba que luchan por abrirse paso a la vida como sea, donde sea, incluso en las peores circunstancias. Por ser artífice de un gesto... propio de justos.
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Esos gestos... exactamente los que renuevan mis fuerzas... los que me esponjan el corazón. Los que me recuerdan que sí… que otro mundo es posible, aunque haya que construirlo… e incluso reconstruirlo.
Y sonrío… dulcemente, en mis adentrados adentros.
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Repito mi comentario, me he hecho un lío con la palabra de verificación.
ResponderEliminarMe recordaba tu entrada a una tira de Mafalda, en el que la niña se extrañaba de que alguien diera limosna en un mundo en el que tenemos el corazón "sanforizado"
Yo siento en lo más profundo de mi alma que cada día es un milagro.
ResponderEliminarSí, aún tengo la vida!!!
Besos y una rosa blanca.
ahimsa
Como tiene dicho una gran sabia que se fija mucho: haz lo que debas. :-)
ResponderEliminar¡Ooooohhh mi heroína Mafalda!
ResponderEliminarCon lo musical y bonita que es la palabra "sanforizado" y el significado que tiene...
Ya lo creo Ahimsa... respirar, abrir los ojos, acariciar, caminar, degustar, escuchar, silbar, bailar... pero cuánto, cuánto milagrito hay en el milagro de la vida.
Si para mí una rosa, para ti un libro, completando así el duo estrella en tierras catalanas por San Jordi.
Víctor... me haga el favor de recordarme quién es la gran sabia. ¡No caigo!
Cae usted perfectamente en si misma, mi buena señora.
ResponderEliminar¡Ops lo que me ha dicho Víctor!
ResponderEliminarQuiiiita bichaaaaaa :-D