Tengo varios amores, convivo con todos y me resulta imposible renunciar a ninguno ni decantarme por alguno en particular. Cada cual me ofrece sus dones en circunstancias y momentos diferentes... y yo me dedico a disfrutarles... y a agradecerles, naturalmente. Hoy hablaré del más resbaladizo, de ese que se me escapa entre los dedos.
En una ocasión, rellenando un cuestionario, me preguntaban cuál era mi lugar favorito. Respondí: “El que me hace encontrarme, un santuario natural que visito a menudo al que bauticé como “cala de Dios” pues sólo un gigantesco escultor podría haber cincelado, pacientemente, tanta belleza a la orilla del mar”. Ese lugar se encuentra en el parque de Cabo de Gata.
En una ocasión, rellenando un cuestionario, me preguntaban cuál era mi lugar favorito. Respondí: “El que me hace encontrarme, un santuario natural que visito a menudo al que bauticé como “cala de Dios” pues sólo un gigantesco escultor podría haber cincelado, pacientemente, tanta belleza a la orilla del mar”. Ese lugar se encuentra en el parque de Cabo de Gata.
También nado con frecuencia. Cuando es posible lo hago en el mar, pero por obvias razones climatológicas no me queda otra que hacerlo generalmente en una piscina, ya que me interesa también desde la perspectiva deportiva y no sólo emocional. Inevitable realizar varias piruetas delfinescas tras cada sesión natatoria para, finalmente, dedicar un tiempito a respirarme bajo el agua en posición fetal. ¿Intentando quizás rememorar la otrora estancia en el líquido amniótico... el paroxismo de la felicidad tal vez? No lo sé pero no importa -en este caso- el “por qué” sino el “qué”. Y se trata de un "qué" ancestralmente mágico pues se traduce en sentir que se está más, más allá del plancton, mucho más allá, dentro de la respiración, en un espacio imparcial de belleza donde suena la música de nuevo y se encuentra un lugar para danzar otra vez. Inspirar, espirar, inspirar, espirar y a lo lejos un latido aproximándose que reclama todo lo que una es... pon-pon, pon-pon, pon-pon, pon-pon ..
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Me viene en este instante a la memoria cómo me bautizó no hace demasiado la tía de una amiga, en una semana que pasé como invitada en su casa de la playa de Aguilas: “Pescaillo”. A lo que yo apostillaba... ¡pececillo! si acaso, que aún no ha habido anzuelo que me pesque. Claro que razón no le faltaba a la encantadora mujer pues me pasaba el día en el agua. Llegada a este punto supongo no resultará del todo extraño que me declare como vocacionalmente sirena. Amo tanto el mar que en algún momento creo verme escamas en la piel. ¿Quizás secuelas de alguna vida anterior? Si no fuera porque ya no creo (bueno, casi no creo) en los cuentos de hadas juraría que hice un pacto con la malvada bruja Ursula, permutando mi cola por unas piernas de mujer.
Le amo.
Le amo cuando, desde su calma, me susurra llegando a entonar una nana.
Le amo en momentos de jolgorio en los que repiquetea con bravura.
Le amo incluso aún más en los días grises, lluviosos, en los que parece hecho de mercurio, densificándose para contrarrestrar mi levedad.
Le amo porque sus fondos albergan una belleza insultantemente escandalosa.
Le amo por su transparencia, que sólo opaca la intervención de la mano humana.
Le amo por concentrar su majestuosidad en una sola gota de agua.
Le amo por su silencio y por su grito.
Le amo por su vocación de puente invisible pues, aunque medien distancias inmensas, acaba uniendo diferentes orillas.
Le amo, sí... acantiladamente.
Le conozco y me conoce. Y sin embargo nunca he hecho submarinismo... a pulmón una pizca quizás. Pero mentalmente sí he estado (estoy habitualmente) a metros más... más abajo o quizás debiera decir más allá de lo común.
Volviendo a lo tangible... una vez alcanzamos los treinta metros en las tripas de la tierra. Allí, con las luces apagadas, el silencio y la oscuridad más absolutos, y por supuesto la respiración, eran los soberanos. Reinaba la PAZ en mayúsculas sólo rota minutos después por un compañero que bromeó a propósito de lo que sucedería si las linternas se quedaran sin batería. Ni que decir tiene que el comentario fue detonante para que los presentes nos pusiéramos las “pilas” e iniciásemos el ascenso de inmediato; por si acaso. Y tengo la osadía de asegurar que se trató de una experiencia muy, muy similar a la de respirarse bajo el agua... salvando las distancias que el medio impone claro.
Al mismo tiempo comparto, no sólo como reflexión existencial sino también literalmente, la esencia del poema aquel de José Angel Valente que reza... “No estamos en la superficie más que para hacer una inspiración profunda que nos permita regresar al fondo. Nostalgia de las branquias.”
¿Has bailado alguna vez con peces... con medusas?... ¿Te has vestido con el encaje espumoso de las olas? Yo sí... y continúo haciéndolo. El mar, Don mar, uno de mis amantes, de esos que me convierten en... polígama, transgresora legal y hasta pecadora social.
Le amo.
Le amo cuando, desde su calma, me susurra llegando a entonar una nana.
Le amo en momentos de jolgorio en los que repiquetea con bravura.
Le amo incluso aún más en los días grises, lluviosos, en los que parece hecho de mercurio, densificándose para contrarrestrar mi levedad.
Le amo porque sus fondos albergan una belleza insultantemente escandalosa.
Le amo por su transparencia, que sólo opaca la intervención de la mano humana.
Le amo por concentrar su majestuosidad en una sola gota de agua.
Le amo por su silencio y por su grito.
Le amo por su vocación de puente invisible pues, aunque medien distancias inmensas, acaba uniendo diferentes orillas.
Le amo, sí... acantiladamente.
Le conozco y me conoce. Y sin embargo nunca he hecho submarinismo... a pulmón una pizca quizás. Pero mentalmente sí he estado (estoy habitualmente) a metros más... más abajo o quizás debiera decir más allá de lo común.
Volviendo a lo tangible... una vez alcanzamos los treinta metros en las tripas de la tierra. Allí, con las luces apagadas, el silencio y la oscuridad más absolutos, y por supuesto la respiración, eran los soberanos. Reinaba la PAZ en mayúsculas sólo rota minutos después por un compañero que bromeó a propósito de lo que sucedería si las linternas se quedaran sin batería. Ni que decir tiene que el comentario fue detonante para que los presentes nos pusiéramos las “pilas” e iniciásemos el ascenso de inmediato; por si acaso. Y tengo la osadía de asegurar que se trató de una experiencia muy, muy similar a la de respirarse bajo el agua... salvando las distancias que el medio impone claro.
Al mismo tiempo comparto, no sólo como reflexión existencial sino también literalmente, la esencia del poema aquel de José Angel Valente que reza... “No estamos en la superficie más que para hacer una inspiración profunda que nos permita regresar al fondo. Nostalgia de las branquias.”
¿Has bailado alguna vez con peces... con medusas?... ¿Te has vestido con el encaje espumoso de las olas? Yo sí... y continúo haciéndolo. El mar, Don mar, uno de mis amantes, de esos que me convierten en... polígama, transgresora legal y hasta pecadora social.
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