Hace un tiempito me regalaron una imagen. Al verla... tuve dos evocaciones.
La primera llegó por un pasaje de la hermosa novela “La mujer habitada”, de Gioconda Belli:
(...) Pero me animaba a danzar mi vida. Me cantaba versos que decían: «Toda luna / todo año/ todo día / todo viento / camina y pasa también. También toda sangre llega al lugar de su quietud»...
La segunda está relacionada con un episodio autobiográfico acontecido hace unos años que requiere previa introducción. Apenas me he maquillado a lo largo de mi vida y en consecuencia no sabía hacerlo. Porque pintarse una rayita en el ojo, echarse algo de colorete en el párpado (truco socorrido cuando no se es experta) y ponerse un poco de rímel en las pestañas (limpiando antes el cepillo con un clínex, que si no deja grumos que pa’ qué y parece que te han pegado un puñetazo) no te convierte precisamente en un Velázquez de rostros humanos. Mejor un Klimt, que me gusta más. Pero llegó un día en que tenía que salir a bailar a un escenario, vestida de odalisca, e instada por la profesora tocaba maquillarse mucho, mucho, muchíííísimo pues en caso contrario, y debido a la iluminación imperante en escena, corrías el riesgo de parecer la novia cadáver de Tim Burton...
No era plan :-)
La víspera de la actuación busqué en internet-e buenos ojos de danzarina oriental y cuando di con unos los suficientemente árabes de aspecto, intensos aunque no exagerados, ¡a imprimir! Pegué la fotografía al lado del espejo del baño y comencé la tarea de convertirme en
copiona... ¡o intentarlo! Paso a paso: miradita a la fotografía, miradita a mí... y así sucesivamente. Tardé más de media hora, pero fue mucho más fácil de lo que esperaba, con el resultado final de parecer oriunda auténtica de El Cairo, como poco.
Al día siguiente preferí salir de casa ya maquillada y sólo tener que retocarme en el camerino, por si en el teatro me ponía nerviosa de más y la raya acababa como la espiral de la concha de un caracol, y no como la que llevaría cualquier pariente cercana de Cleopatra, que era la pretensión. Salió de lujo aquel “mi primer gran maquillaje” y me veía tan bien, y tan guapa aseguraba la gente, que animada por el respetable decidí dejármelo tras la actuación para la
viruelta que nos dimos, aunque sólo fuera por amortizar un poco... “mi obra”. Incluso me dejé unos brillantitos que me había puesto en el rabillo del ojo... Con lo cual nadie podía negar que aquella noche… ¡mi mirada era todo fulgor! Y hasta aquí llega básicamente mi autoexperiencia con el maquillaje.
Pero hubo otra anteriormente en la que no fui la “artista” sino la “modelo” y es la que tiene que ver con la segunda evocación. Antaño solía acompañar a una amiga cuando iba a comprar cosméticos. Como es lógico, y por aquello de dar ejemplo, todas las dependientas de la perfumería estaban perfectísimas y notablemente maquilladas, aunque también con un aspecto natural. Una de ellas, a su vez amiga de mi amiga, siempre que me veía me insistía con la misma cantinela:
“No te sacas partido... deberías maquillarte”. “¡Pero si voy maquillada!”, respondía yo... con mi rayita light en el ojo. Total... que en una ocasión ambas me convencieron y me presté a eso de... “sacarme partido”, con una condición:
“¡De pintarme los labios ni hablar!”. “Mujer... no se te puede maquillar y dejarte los labios del color de tu piel”, dijo la profesional.
“De acuerdo... pero que sea un tono que apenas se aprecie. Nada de encontrarme con un chorizo o berenjena por boca... ¡ehhhhhh!”.
Se puso a la tarea... que si no se qué corrector, que si base no sé cuánto, que si esto, que si lo otro, que si lo de más allá... Nada más que uno de los lápices-sombra que me echó valía 5.000 de las antiguas pesetas (¡glubs!... pues sí que sale caro... “sacarse partido” pensé). Eran marcas buenas buenísimas por supuesto. Y pijas pijísimas, obvio. Cuando por fin acabó, la esteticista y mi amiga estaban sorprendidas y contentas. No paraban de decir lo guapísima que estaba y claro... quería comprobar en primera persona esa dosis extra de belleza externa que me había caído por obra y arte… del maquillaje. Me entregó un espejo de mano, lo coloqué delante de mí y... yo no estaba. Literalmente había desaparecido. Sí... se veía una mujer de aspecto muy sofisticado, pero... ¿adónde había ido yo a parar? Me busqué y me busqué... comprobé que efectivamente el maquillaje rozaba técnicamente la perfección y que había potenciado lo que más destaca de mi rostro: los ojos. Tanto los había potenciado que si grandes son de por sí... creí inicialmente que me había convertido en un personaje de Caperucita:
- Abuelita, abuelitaaaaa, ¿para qué tienes esos ojos taaaaan graaaandesss?
- Pa’ qué va a ser hija mía... ¡para veeeerrrrte mejor!Tras zafarme de la imagen de levelobaferoz disfrazada de abuela seguí buscándome y entonces, sin lugar a dudas, me topé con un
Pierrot…
Estaba deseando quitarme
aquella máscara, que no me correspondía e incluso generaba cierto malestar, pero esa noche salía de cena en grupo y mi amiga y la esteticista insistieron en que no lo hiciera, aunque sólo fuera para escuchar la opinión de los demás. Consideraban que
no me veía por falta de costumbre. Tal vez tenían razón...
Llegue a casa y me puse frente a un espejo de cuerpo entero. De cuello para abajo sí era yo... pero ese rostro... seguía sin pertenecerme. No soporté
no encontrarme, así que me fui directa al lavabo... y el arlequín sofisticado desapareció… ¿para siempre?...
Hay que ser muy valiente para atreverse a ser... quien se es. Pero, si cabe, hay que serlo aún más para ser quien no se es, aunque sea momentáneamente. Por eso siempre he creído que hasta los considerados malos actores, a nivel profesional o amateur, por el simple hecho de ponerse la piel de otro, buenos son. Y es que... puedo ser todas las que soy, pero tengo claro que no puedo, ni tampoco quiero, ser las que no.
Pues eso.
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