Por entonces solía leer una revista llamada “Tiempo”. Si la memoria no me falla fue en esa publicación, allá por... allá por precisamente mucho tiempo, donde tuve la grata sorpresa de encontrarme una “piedra preciosa” inesperada. Naturalmente la guardé a buen recaudo en mi baúl del tesoro, que he encontrado azarosamente y en el que no buceaba desde años ha. Compruebo con agrado que se me vuelve a esponjar el corazón al releerla, que se me dibuja la misma sonrisa por el sano humor, por la ternura. Dicho lo dicho no queda otra que rescatarla para este país de maravillas. Voilà!
DE : Subcomandante insurgente Marcos. CCRI-CG del Ejército Zapatista de Liberación Nacional. Montañas del sureste mexicano. Chiapas (México).
A : Joaquín Sabina.
Don Sabina:
Ya sé que le parecerá extraño que le escriba, pero resulta que me duele la muela y, según acabo de leer, usted camina ahora por estas tierras que, mientras no acaben por venderlas, también siguen siendo mexicanas. Entonces pensé yo que, aprovechando que me duele la muela y que usted anda ahora bajo estos cielos, pudiera yo escribirle y saludarle e invitarlo a echarse un palomazo con el Sup (a larga distancia, se entiende). ¿Qué dice usted? ¿Cómo? ¿Que qué tiene que ver el dolor de muelas y el palomazo? Bueno, tiene usted razón, debo explicarle entonces la muy extraña relación entre el dolor de muelas, el que usted camine por estas tierras, la larga distancia y una muchacha. No, no se sorprenda usted de que ahora haya aparecido una muchacha. Siempre aparece una, vos lo sabéis, Sabina.
Bien, resulta que cuando yo pasaba por esa etapa difícil en que uno descubre que ya no es más un niño y tampoco alcanza a ser un hombre (esa etapa, vos lo sabéis, Sabina, en que las féminas se transmutan de molestas a interesantes y hay que ver la de problemas que esto provoca), conocí a un viejo que, sin que se lo pidiera, decidió que tenía que darme un consejo sobre esos seres incomprensibles, pero tan amables que eran, y son, las mujeres.
“Mira muchacho -me dijo-, la vida de un hombre no es más que la búsqueda de una mujer. Fíjate que digo una mujer y no cualquier mujer. Y por una mujer, muchacho, me estoy refiriendo a una de única. El problema está en que el hombre siempre queda con la duda de si la mujer que encontró, si es que encuentra alguna, es esa una mujer que estaba buscando. Yo ya estoy viejo y he descubierto una fórmula infalible para saber si la mujer que uno encontró es la una mujer que estaba uno buscando...”.
El viejo se detuvo a mirar hacia todos lados, como temiendo que alguien más lo escuchara. Yo sentí que algo muy importante estaba a punto de serme revelado, así que puse cara de circunstancias y saqué discretamente un papelito y un lapicero para tomar nota, y así evitar que se me olvidara la fórmula (de por sí batallaba mucho con las matemáticas). El viejo carraspeó y, sin poner atención en mi papelito y mi lapicero, me confió: “Si tú le dices a una mujer que te duele una muela y ella, en lugar de mandarte al dentista o darte un analgésico, te abraza y deja que recuestes la mejilla en su pecho, entonces, muchacho, esa mujer es la una mujer que andabas buscando”.
Yo me quedé perplejo, pero como quiera, tomé nota de la fórmula. A mí nunca se me había ocurrido que debía pasarme la vida buscando una mujer, por más que esta mujer fuera una de única. A mí se me ocurrían cosas más concretas y factibles, como ser bombero, conquistar el mundo o construir un avión que se controlara sólo con el pensamiento. Respecto a las mujeres, yo me tenía en muy alta estima y estaba más propenso a que esa una mujer me encontrara a mí que a buscarla yo...
Tenía como diez años y una maestra de piano de la que, naturalmente, estaba enamorado. Mi mayor empeño consistía en mirarle unos pechos que se adivinaban como el mejor remedio dental que tenía a la vista. Por supuesto que le apliqué la fórmula, pero ella sólo se me quedó viendo y me dijo que era un pretexto para no practicar en el teclado. Yo de por sí ya sabía que ella no era la mujer de mi vida: quince años y un piano se interponían entre nosotros.
En fin, el caso es que, como quiera, seguí el consejo del viejo. Ya se imaginará usted, Don Sabina, el desconcierto que provocaba en las muchachas el hecho de que, en cuanto se presentara la oportunidad de estar solos (en ese momento en el que el resto de los mortales aprovechan para acercar una mano o unos labios), yo me llevaba la mano a la mejilla y declaraba solemnemente que me dolía la muela...
Es cierto que en esa época no conseguí ninguna cita, pero acumulé una importante cantidad de analgésicos, anti-inflamatorios, antibióticos y, por supuesto, tarjetas de dentista. A mí ni se me ocurrió que la fórmula estuviera mal. Así que achaqué mis primeros fracasos a la falta de autenticidad en mi dolor de muelas. Por tanto, me di a la dulce tarea de picarme las muelas. Y digo picarme las muelas en un sentido literal y no sólo comiendo dulces y bebiendo refrescos. Con clips y palillos, después de una paciente labor de meses, logré picarme dos muelas con tanto éxito, que tuve que acompañar la táctica con una fuerte dosis de antibiótico. Repetí la fórmula, ahora con la confianza de saberme auténtico, y los resultados siguieron siendo magros.
Así hubiera seguido adelante, acabando con mis muelas, si no fuera porque, ya adolescente, encontré a otro viejo que, cruel, me dijo: “Mírate a un espejo y así sabrás por qué no tienes éxito con las chamacas. Tu problema está en la cara. Más bien en la nariz. A los feos las muchachas no les hacen caso... a menos que sean cantantes”.
¿Cantantes? Bueno, esta nueva fórmula le daría reposo a mis muelas (que, por lo demás, ya estaban definitivamente destrozadas) y me obligó a un cambio radical en la estrategia. Claro que el problema entonces era saber qué se necesitaba para ser cantante. Resulta que no era tan sencillo como usar palillos y clips. Leí todos los manuales que pude: manuales de carpintería, cerrajería, electrónica, radio y televisión, mecánica, y hasta tomé dos cursos por correspondencia, uno de piloto aviador y otro de detective privado...
Créame, Don Sabina, que fue muy duro para mí comprobar que, con todos los avances de la ciencia y la técnica, no existe todavía ningún manual para ser cantante. Después, escuchando canciones observé que el problema era mayor ya que una cosa era ser cantante y otra más difícil era ser cantautor o canta autor (vos lo sabéis, Sabina). Entonces hice trampa, es decir, escribí algunos poemas (o como se llamara lo que escribía) y dejaba siempre pendiente la música. Por supuesto que seguí cosechando fracasos con las mujeres, pero a cambio logré darle una tregua a mis muelas y juntar una gran cantidad de papelotes, papelitos y, sobre todo, papelones (vos lo sabéis, Sabina) con poemas.
Seguro que todo este dilatado relato no le resuelve a usted, Don Sabina, el misterio de la relación entre el dolor de muelas, su caminar por estas tierras, la larga distancia y una muchacha. No se desespere usted, ya verá como al final de todo (vos los sabéis, Sabina) las piezas se acomodan.
Bien, continúo: resulta que (vos lo sabéis, Sabina) hay ahora una muchacha que está demasiado lejos y entonces pensé que usted, Don Sabina, podría echarme una mano y una tonadita (mire usted que no es lo mismo, pero pudiera ser igual). Y usted podría echarme una mano si me permitiera tutearlo y, cómplice como ha sido antes sin saberlo, fingiera usted que nos conocemos desde hace mucho tiempo y que, por tanto, es perfectamente natural que usted reciba una carta del Sup redactada en los siguientes términos: Sabina (sí, ya sé que te desconcierta este inicial e irreverente tuteo, pero tú compórtate como si tal cosa), he trabajado arduamente en los últimos días en la letra que me encargaste para tu nueva canción (¡vamos, quita ya esa cara de espanto! Ya sé que no me has encargado ninguna letra para ninguna canción, pero sígueme la corriente para despistar al enemigo), pero ha sido inútil. No me sale nada original.
Así las cosas, busqué en el cofre del pirata y sólo encontré un viejo y mohoso poema, que no es tan viejo y que tal vez ni a poema llegue, que te puede servir si le das un poco de aliño. Es ideal para ponerle música y escalar con velocidad en el hit parade internacional (no me preguntes si para arriba o para abajo), pero tú ya sabes que a nosotros los artistas (sigue fingiendo demencia, no denotes la menor sorpresa) no nos importa la fama (bueno, no mucho).
En este caso particular, a mí sólo me interesa una muchacha que está demasiado lejos para que pueda yo musitarle al oído este poema y arrancarle así (vos lo sabéis, Sabina) una sonrisa o una lágrima. Porque es de todos conocido que una sonrisa o una lágrima de una muchacha que está demasiado lejos es una forma de que no siga estando demasiado lejos (vos lo sabéis, Sabina). El poema dice más o menos así:
Como si llegaran a buen puerto mis ansias,
como si hubiera donde hacerse fuerte,
como si hubiera por fin destino para mis pasos,
como si encontrara mi verdad primera,
como traerse al hoy cada mañana,
como un suspiro profundo y quedo,
como un dolor de muelas aliviado,
como lo imposible por fin hecho,
como si alguien de veras me quisiera,
como si, al fin, un buen poema que saliera, llegar a ti.
La tonadita de la canción puede ir más o menos así : tara-tarara-tarirara-etcétera (vos lo sabéis, Sabina). El título de la canción podría ser “Canción para una muchacha que está demasiado lejos”, o “Un dolor de muelas para ella”, o “Un dolor de muelas, Sabina, la larga distancia, una muchacha y el Sup”. En fin, ya se te ocurrirá algo. El crédito puede ser... letra: el Sup. Música: Joaquín Sabina, o Letra y música: Joaquín Sabina (a petición del Sup), o como quieras.
Vale. Salud y ojalá ella entienda.
El Sup.
DE : Subcomandante insurgente Marcos. CCRI-CG del Ejército Zapatista de Liberación Nacional. Montañas del sureste mexicano. Chiapas (México).
A : Joaquín Sabina.
Don Sabina:
Ya sé que le parecerá extraño que le escriba, pero resulta que me duele la muela y, según acabo de leer, usted camina ahora por estas tierras que, mientras no acaben por venderlas, también siguen siendo mexicanas. Entonces pensé yo que, aprovechando que me duele la muela y que usted anda ahora bajo estos cielos, pudiera yo escribirle y saludarle e invitarlo a echarse un palomazo con el Sup (a larga distancia, se entiende). ¿Qué dice usted? ¿Cómo? ¿Que qué tiene que ver el dolor de muelas y el palomazo? Bueno, tiene usted razón, debo explicarle entonces la muy extraña relación entre el dolor de muelas, el que usted camine por estas tierras, la larga distancia y una muchacha. No, no se sorprenda usted de que ahora haya aparecido una muchacha. Siempre aparece una, vos lo sabéis, Sabina.
Bien, resulta que cuando yo pasaba por esa etapa difícil en que uno descubre que ya no es más un niño y tampoco alcanza a ser un hombre (esa etapa, vos lo sabéis, Sabina, en que las féminas se transmutan de molestas a interesantes y hay que ver la de problemas que esto provoca), conocí a un viejo que, sin que se lo pidiera, decidió que tenía que darme un consejo sobre esos seres incomprensibles, pero tan amables que eran, y son, las mujeres.
“Mira muchacho -me dijo-, la vida de un hombre no es más que la búsqueda de una mujer. Fíjate que digo una mujer y no cualquier mujer. Y por una mujer, muchacho, me estoy refiriendo a una de única. El problema está en que el hombre siempre queda con la duda de si la mujer que encontró, si es que encuentra alguna, es esa una mujer que estaba buscando. Yo ya estoy viejo y he descubierto una fórmula infalible para saber si la mujer que uno encontró es la una mujer que estaba uno buscando...”.
El viejo se detuvo a mirar hacia todos lados, como temiendo que alguien más lo escuchara. Yo sentí que algo muy importante estaba a punto de serme revelado, así que puse cara de circunstancias y saqué discretamente un papelito y un lapicero para tomar nota, y así evitar que se me olvidara la fórmula (de por sí batallaba mucho con las matemáticas). El viejo carraspeó y, sin poner atención en mi papelito y mi lapicero, me confió: “Si tú le dices a una mujer que te duele una muela y ella, en lugar de mandarte al dentista o darte un analgésico, te abraza y deja que recuestes la mejilla en su pecho, entonces, muchacho, esa mujer es la una mujer que andabas buscando”.
Yo me quedé perplejo, pero como quiera, tomé nota de la fórmula. A mí nunca se me había ocurrido que debía pasarme la vida buscando una mujer, por más que esta mujer fuera una de única. A mí se me ocurrían cosas más concretas y factibles, como ser bombero, conquistar el mundo o construir un avión que se controlara sólo con el pensamiento. Respecto a las mujeres, yo me tenía en muy alta estima y estaba más propenso a que esa una mujer me encontrara a mí que a buscarla yo...
Tenía como diez años y una maestra de piano de la que, naturalmente, estaba enamorado. Mi mayor empeño consistía en mirarle unos pechos que se adivinaban como el mejor remedio dental que tenía a la vista. Por supuesto que le apliqué la fórmula, pero ella sólo se me quedó viendo y me dijo que era un pretexto para no practicar en el teclado. Yo de por sí ya sabía que ella no era la mujer de mi vida: quince años y un piano se interponían entre nosotros.
En fin, el caso es que, como quiera, seguí el consejo del viejo. Ya se imaginará usted, Don Sabina, el desconcierto que provocaba en las muchachas el hecho de que, en cuanto se presentara la oportunidad de estar solos (en ese momento en el que el resto de los mortales aprovechan para acercar una mano o unos labios), yo me llevaba la mano a la mejilla y declaraba solemnemente que me dolía la muela...
Es cierto que en esa época no conseguí ninguna cita, pero acumulé una importante cantidad de analgésicos, anti-inflamatorios, antibióticos y, por supuesto, tarjetas de dentista. A mí ni se me ocurrió que la fórmula estuviera mal. Así que achaqué mis primeros fracasos a la falta de autenticidad en mi dolor de muelas. Por tanto, me di a la dulce tarea de picarme las muelas. Y digo picarme las muelas en un sentido literal y no sólo comiendo dulces y bebiendo refrescos. Con clips y palillos, después de una paciente labor de meses, logré picarme dos muelas con tanto éxito, que tuve que acompañar la táctica con una fuerte dosis de antibiótico. Repetí la fórmula, ahora con la confianza de saberme auténtico, y los resultados siguieron siendo magros.
Así hubiera seguido adelante, acabando con mis muelas, si no fuera porque, ya adolescente, encontré a otro viejo que, cruel, me dijo: “Mírate a un espejo y así sabrás por qué no tienes éxito con las chamacas. Tu problema está en la cara. Más bien en la nariz. A los feos las muchachas no les hacen caso... a menos que sean cantantes”.
¿Cantantes? Bueno, esta nueva fórmula le daría reposo a mis muelas (que, por lo demás, ya estaban definitivamente destrozadas) y me obligó a un cambio radical en la estrategia. Claro que el problema entonces era saber qué se necesitaba para ser cantante. Resulta que no era tan sencillo como usar palillos y clips. Leí todos los manuales que pude: manuales de carpintería, cerrajería, electrónica, radio y televisión, mecánica, y hasta tomé dos cursos por correspondencia, uno de piloto aviador y otro de detective privado...
Créame, Don Sabina, que fue muy duro para mí comprobar que, con todos los avances de la ciencia y la técnica, no existe todavía ningún manual para ser cantante. Después, escuchando canciones observé que el problema era mayor ya que una cosa era ser cantante y otra más difícil era ser cantautor o canta autor (vos lo sabéis, Sabina). Entonces hice trampa, es decir, escribí algunos poemas (o como se llamara lo que escribía) y dejaba siempre pendiente la música. Por supuesto que seguí cosechando fracasos con las mujeres, pero a cambio logré darle una tregua a mis muelas y juntar una gran cantidad de papelotes, papelitos y, sobre todo, papelones (vos lo sabéis, Sabina) con poemas.
Seguro que todo este dilatado relato no le resuelve a usted, Don Sabina, el misterio de la relación entre el dolor de muelas, su caminar por estas tierras, la larga distancia y una muchacha. No se desespere usted, ya verá como al final de todo (vos los sabéis, Sabina) las piezas se acomodan.
Bien, continúo: resulta que (vos lo sabéis, Sabina) hay ahora una muchacha que está demasiado lejos y entonces pensé que usted, Don Sabina, podría echarme una mano y una tonadita (mire usted que no es lo mismo, pero pudiera ser igual). Y usted podría echarme una mano si me permitiera tutearlo y, cómplice como ha sido antes sin saberlo, fingiera usted que nos conocemos desde hace mucho tiempo y que, por tanto, es perfectamente natural que usted reciba una carta del Sup redactada en los siguientes términos: Sabina (sí, ya sé que te desconcierta este inicial e irreverente tuteo, pero tú compórtate como si tal cosa), he trabajado arduamente en los últimos días en la letra que me encargaste para tu nueva canción (¡vamos, quita ya esa cara de espanto! Ya sé que no me has encargado ninguna letra para ninguna canción, pero sígueme la corriente para despistar al enemigo), pero ha sido inútil. No me sale nada original.
Así las cosas, busqué en el cofre del pirata y sólo encontré un viejo y mohoso poema, que no es tan viejo y que tal vez ni a poema llegue, que te puede servir si le das un poco de aliño. Es ideal para ponerle música y escalar con velocidad en el hit parade internacional (no me preguntes si para arriba o para abajo), pero tú ya sabes que a nosotros los artistas (sigue fingiendo demencia, no denotes la menor sorpresa) no nos importa la fama (bueno, no mucho).
En este caso particular, a mí sólo me interesa una muchacha que está demasiado lejos para que pueda yo musitarle al oído este poema y arrancarle así (vos lo sabéis, Sabina) una sonrisa o una lágrima. Porque es de todos conocido que una sonrisa o una lágrima de una muchacha que está demasiado lejos es una forma de que no siga estando demasiado lejos (vos lo sabéis, Sabina). El poema dice más o menos así:
Como si llegaran a buen puerto mis ansias,
como si hubiera donde hacerse fuerte,
como si hubiera por fin destino para mis pasos,
como si encontrara mi verdad primera,
como traerse al hoy cada mañana,
como un suspiro profundo y quedo,
como un dolor de muelas aliviado,
como lo imposible por fin hecho,
como si alguien de veras me quisiera,
como si, al fin, un buen poema que saliera, llegar a ti.
La tonadita de la canción puede ir más o menos así : tara-tarara-tarirara-etcétera (vos lo sabéis, Sabina). El título de la canción podría ser “Canción para una muchacha que está demasiado lejos”, o “Un dolor de muelas para ella”, o “Un dolor de muelas, Sabina, la larga distancia, una muchacha y el Sup”. En fin, ya se te ocurrirá algo. El crédito puede ser... letra: el Sup. Música: Joaquín Sabina, o Letra y música: Joaquín Sabina (a petición del Sup), o como quieras.
Vale. Salud y ojalá ella entienda.
El Sup.
.
Esa podría ser la carta que usted recibiera y aceptara, Don Sabina.
Y todo esto viene a cuento porque estaba yo solo, con mi dolor de muelas y leyendo que usted camina por estas tierras. Entonces pensaba yo que usted, tal vez, estaría de buen humor y magnánimo, y que podría contarle yo la historia de los dolores de muelas, mi frustrada carrera como cantautor y una muchacha que está demasiado lejos.
Y pensaba yo que podría escribirle una carta intentándolo y pidiéndole una tonadita para un mohoso poema. Y pensaba yo que usted, tal vez, me perdonaría el tuteo y el pedirle una tonadita para acercar a una muchacha que está demasiado lejos y que así se completaría el rompecabezas del inicio.
Y no para que me dispense es que le cuento todo esto, Don Sabina, sino para que comprenda. Y comprender (vos lo sabéis, Sabina) es otra forma de absolver.
Vale, Salud y ya sabe usted, si le sobra por ahí un analgésico o una tonadita, no dude en mandármelos. Ambas cosas se agradecen en este asfixiado pecho que le escribe.
Subcomandante Insurgente Marcos. México. Octubre de 1996..
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