En una ocasión, rellenando un cuestionario, me preguntaban cuál era mi lugar favorito. Respondí: “El que me hace encontrarme, un santuario natural que visito a menudo al que bauticé como “cala de Dios” pues sólo un gigantesco escultor podría haber cincelado, pacientemente, tanta belleza a la orilla del mar”. Ese lugar se encuentra en el parque de Cabo de Gata.
Le amo.
Le amo cuando, desde su calma, me susurra llegando a entonar una nana.
Le amo en momentos de jolgorio en los que repiquetea con bravura.
Le amo incluso aún más en los días grises, lluviosos, en los que parece hecho de mercurio, densificándose para contrarrestrar mi levedad.
Le amo porque sus fondos albergan una belleza insultantemente escandalosa.
Le amo por su transparencia, que sólo opaca la intervención de la mano humana.
Le amo por concentrar su majestuosidad en una sola gota de agua.
Le amo por su silencio y por su grito.
Le amo por su vocación de puente invisible pues, aunque medien distancias inmensas, acaba uniendo diferentes orillas.
Le amo, sí... acantiladamente.
Le conozco y me conoce. Y sin embargo nunca he hecho submarinismo... a pulmón una pizca quizás. Pero mentalmente sí he estado (estoy habitualmente) a metros más... más abajo o quizás debiera decir más allá de lo común.
Volviendo a lo tangible... una vez alcanzamos los treinta metros en las tripas de la tierra. Allí, con las luces apagadas, el silencio y la oscuridad más absolutos, y por supuesto la respiración, eran los soberanos. Reinaba la PAZ en mayúsculas sólo rota minutos después por un compañero que bromeó a propósito de lo que sucedería si las linternas se quedaran sin batería. Ni que decir tiene que el comentario fue detonante para que los presentes nos pusiéramos las “pilas” e iniciásemos el ascenso de inmediato; por si acaso. Y tengo la osadía de asegurar que se trató de una experiencia muy, muy similar a la de respirarse bajo el agua... salvando las distancias que el medio impone claro.
Al mismo tiempo comparto, no sólo como reflexión existencial sino también literalmente, la esencia del poema aquel de José Angel Valente que reza... “No estamos en la superficie más que para hacer una inspiración profunda que nos permita regresar al fondo. Nostalgia de las branquias.”
¿Has bailado alguna vez con peces... con medusas?... ¿Te has vestido con el encaje espumoso de las olas? Yo sí... y continúo haciéndolo. El mar, Don mar, uno de mis amantes, de esos que me convierten en... polígama, transgresora legal y hasta pecadora social.