Me he ido de mí, desde hace un tiempo. Lejos, muy lejos. No es la primera vez que sucede y cuando ha pasado tarde o temprano acabé regresando; creo que no del todo bien es cierto. Sin embargo a medida que transcurren los años siento que me cuesta más trabajo volver. Es... como si cada vez que ocurre, la distancia aumentase y vislumbro el camino de regreso en mi horizonte como algo casi inaccesible, extrañamente eterno, sin fin. Y así me respiro cada día de este presente: ¿Ida?
Un grupo de mujeres hemos participado en el proyecto de fin de carrera de danza contemporánea que elabora Cristina, prima de Ana, mi profesora de danza oriental. Ambas encantadoras y con un arte que pa’ qué.
Un grupo de mujeres hemos participado en el proyecto de fin de carrera de danza contemporánea que elabora Cristina, prima de Ana, mi profesora de danza oriental. Ambas encantadoras y con un arte que pa’ qué.
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Así, cada sábado –durante un mes- he disfrutado del placer del movimiento a la par que confirmé dos cuestiones. La primera que, como quería de pequeña, de mayor debiera haber sido bailarina. La segunda... que prácticamente la expresión total de la vida se puede realizar a través de la danza. Vida con su amor, su alegría, su dolor, su miedo, su hastío, su esperanza, su muerte, su misterio... con todos sus etcéteras; incluyendo por supuesto su contradicción.
El sábado, acabada la experiencia, volvía a casa caminando cuando Olga me llamó: “-¿Sería posible que me llevaras con ella? Sabes que mi lugar está en su compañía”, dijo. Y bajo una extraña hipnosis que no me era desconocida pero no recordaba del todo obedecí, aun estando en un periodo fundamentalmente rebelde. Dada mi posición emocional no entendía mi cumplimento de una voluntad ajena, pero quizás cuando se escucha con el corazón se alcanza aquello que nunca es hablado.
Olga es una compañera -y un poquito más- de danza oriental. Recientemente ha dejado las clases por circunstancias derivadas de la burro-cracia que no merece la pena detallar. Si acaso añadir tan sólo que los cursos son auspiciados por el Centro de la Mujer del ayuntamiento, y si bien son de carácter anual se renuevan trimestralmente. Y Olga no está dispuesta a mendigar su derecho a matrícula, ni a batallar con las trabas que la administración local le ha puesto a la hora de renovar el último trimestre. Pues ¡olé!... mejor que guarde sus energías para luchas ineludibles.
Llegué a la clase que sería la última para Olga. En cuanto apareció le entregué un pequeño paquete, azul marino como la noche (dicen que es negra pero yo la veo azul marino). Al abrirlo encontró un libro con una dedicatoria de mi parte de la que apenas logro recordar algo similar a: “Sé que sabrás reconocerme como yo lo he hecho contigo, 'hermana', aún en la distancia y el desconocimiento de nuestras existencias mutuas”.
Olga se emocionó al descubrir aquel libro parido por una chica, cuando apenas tenía 18 años, cuyo germen se encontró en redacciones escolares que su profesor supo leer más allá de un mero ejercicio académico. Su título: “Olga”.
A Olga-libro la encontré en un puesto callejero ¿por casualidad? Es decir, una mañana de sábado que regresaba a casa caminando Olga-libro me encontró... llamándome en silencio, hipnotizándome cual invisible flautista de Hamelin, dictándome su plan... ¿en el momento oportuno? A Olga-mujer la hallé en una clase de danza, y tras entregarle el paquete sólo se me ocurrió añadir un abrazo con el intento de calmar su emoción, pues recibir a su homónima llegó a azorarla.
Entonces... si en silencio Olga llama a Olga y aún soy capaz de escucharlo, supongo que no me he marchado del todo; de mí, de la vida que vive de verdad. Y es que aún no lo he contado pero las cosas me hablan... a menudo. ¿Quién dijo que son inertes... que no tienen vida? Si acaso, así será para quienes no logran escuchar lo que tienen que decir. Que es mucho.
Pd: “Para ser ángel no hace falta que tu papá sea ángel, por suerte. Ni siquiera hace falta tener cara de ángel, porque además los ángeles de verdad nunca tienen esas caras. Hace falta... hace falta no saber que uno es un ángel y no dárselas de ángel. Hace falta tener zapatos blancos y marrones y regalar rollos de papel higiénico y tener la ventana de tu cuarto colocada delante de la ventana de un baño. Hace falta tener ojos de ángel y sonrisa de ángel. Hace falta llevar dentro el sol, el mar, las nubes y los peces. ¡Hace falta tenerme a mí! Bueno, es broma...”
Así, cada sábado –durante un mes- he disfrutado del placer del movimiento a la par que confirmé dos cuestiones. La primera que, como quería de pequeña, de mayor debiera haber sido bailarina. La segunda... que prácticamente la expresión total de la vida se puede realizar a través de la danza. Vida con su amor, su alegría, su dolor, su miedo, su hastío, su esperanza, su muerte, su misterio... con todos sus etcéteras; incluyendo por supuesto su contradicción.
El sábado, acabada la experiencia, volvía a casa caminando cuando Olga me llamó: “-¿Sería posible que me llevaras con ella? Sabes que mi lugar está en su compañía”, dijo. Y bajo una extraña hipnosis que no me era desconocida pero no recordaba del todo obedecí, aun estando en un periodo fundamentalmente rebelde. Dada mi posición emocional no entendía mi cumplimento de una voluntad ajena, pero quizás cuando se escucha con el corazón se alcanza aquello que nunca es hablado.
Olga es una compañera -y un poquito más- de danza oriental. Recientemente ha dejado las clases por circunstancias derivadas de la burro-cracia que no merece la pena detallar. Si acaso añadir tan sólo que los cursos son auspiciados por el Centro de la Mujer del ayuntamiento, y si bien son de carácter anual se renuevan trimestralmente. Y Olga no está dispuesta a mendigar su derecho a matrícula, ni a batallar con las trabas que la administración local le ha puesto a la hora de renovar el último trimestre. Pues ¡olé!... mejor que guarde sus energías para luchas ineludibles.
Llegué a la clase que sería la última para Olga. En cuanto apareció le entregué un pequeño paquete, azul marino como la noche (dicen que es negra pero yo la veo azul marino). Al abrirlo encontró un libro con una dedicatoria de mi parte de la que apenas logro recordar algo similar a: “Sé que sabrás reconocerme como yo lo he hecho contigo, 'hermana', aún en la distancia y el desconocimiento de nuestras existencias mutuas”.
Olga se emocionó al descubrir aquel libro parido por una chica, cuando apenas tenía 18 años, cuyo germen se encontró en redacciones escolares que su profesor supo leer más allá de un mero ejercicio académico. Su título: “Olga”.
A Olga-libro la encontré en un puesto callejero ¿por casualidad? Es decir, una mañana de sábado que regresaba a casa caminando Olga-libro me encontró... llamándome en silencio, hipnotizándome cual invisible flautista de Hamelin, dictándome su plan... ¿en el momento oportuno? A Olga-mujer la hallé en una clase de danza, y tras entregarle el paquete sólo se me ocurrió añadir un abrazo con el intento de calmar su emoción, pues recibir a su homónima llegó a azorarla.
Entonces... si en silencio Olga llama a Olga y aún soy capaz de escucharlo, supongo que no me he marchado del todo; de mí, de la vida que vive de verdad. Y es que aún no lo he contado pero las cosas me hablan... a menudo. ¿Quién dijo que son inertes... que no tienen vida? Si acaso, así será para quienes no logran escuchar lo que tienen que decir. Que es mucho.
Pd: “Para ser ángel no hace falta que tu papá sea ángel, por suerte. Ni siquiera hace falta tener cara de ángel, porque además los ángeles de verdad nunca tienen esas caras. Hace falta... hace falta no saber que uno es un ángel y no dárselas de ángel. Hace falta tener zapatos blancos y marrones y regalar rollos de papel higiénico y tener la ventana de tu cuarto colocada delante de la ventana de un baño. Hace falta tener ojos de ángel y sonrisa de ángel. Hace falta llevar dentro el sol, el mar, las nubes y los peces. ¡Hace falta tenerme a mí! Bueno, es broma...”
(“Olga”, Chiara Zocchi).
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