Salvando las obvias distancias me sucede como a Eduardo Galeano. Habitualmente tengo tooooooodo el cuerpo llenito de palabras que buscándose se encuentran y pugnan por salir; por la puerta de la boca, de la mano...
Pero hay épocas en las que enmudezco y no hago sino mirar. Mirar y mirar con el afán de ver... y posiblemente para también fecundarme con nuevas u olvidadas palabras.
De ese modo me iba viviendo; observando -y absorbiendo- a mi alrededor hasta que...
Un día me descubrí con sorpresa comprando una cartulina color violeta. No sabía por qué ni para qué, pero no importaba que en aquel momento no tuviera un destino concreto. Tan sólo la compré. Al llegar a casa la dejé sobre una mesa redonda, redonda como un pan solar. Transcurrieron varios meses y la cartulina seguía allí, extendida en toda su superficie. Sin molestar, sin ser molestada... si acaso perturbada no más que por el ligero cosquilleo que de tanto en tanto un plumero le producía al pasearla.
Una tarde me senté en la mesa redonda como el pan solar. En realidad me senté en la silla que hay junto a la mesa redonda como el pan solar, claro. Y en ese preciso instante me fue revelada la función de la cartulina violeta: en adelante cada atardecer escribiría en ella, a mano, una palabra. Me escribiría. ¿A mano? Sí, ejerciendo si cabe una caligrafía primorosa. En distintos colores. ¿Una sola palabra? Casi siempre una. A veces –pocas veces- alguna más, llegando a alcanzar a lo sumo la categoría de frase pero no la de párrafo. Y por aprovechar la coyuntura quizás podría reconciliarme con algo tan ajeno a mí: la capacidad de síntesis (por lo que veo/leo... asignatura aún pendiente a fecha corriente, me temo).
Aquella cartulina quedó inaugurada con un encabezado que reza: “Mi mapa del mundo”.
Una noche, poco tiempo después, leía el número de la revista “Psychologies” correspondiente al mes. Alguien opinaba: Y, diariamente, al atardecer me escribo. Y leo mi vivir, y me digo con una audacia improbable. Ahora comprendo qué quiere decir "conmigo" y por qué, por eso, me gusta estar “contigo". El título del artículo era “Espejo en blanco”.
Y, sin zapatos, sonreí. Profundamente.
La ciencia asegura que todo lo que uno ES, nuestra esencia, procede del cerebro, pero sospecho que no pocos creemos que lo que se siente como verdadero es oriundo del que late: del corazón. ¿Cursi... caduco... romántico... ignorante... no más que metafórico? Tal vez pero tampoco importa. Importa que es bello. Importa la belleza, particularmente la mayúscula que surge a partir de lo minúsculo. ¿Minúsculo?
Tras aquel pedacito de día, tarde y noche volví a sorprenderme escribiendo una carta al autor, pues no resultó difícil hallar en la red una dirección de correo electrónico a la que dirigirse. Lo hice aún a sabiendas de que -por filtros que presupuse- probablemente no llegaría al destinatario, o en caso de que sí, mis palabras jamás recibirían respuesta. Pero tampoco eso importaba, importaba –como ya apunté cuando me instalé en este país- escribir. Y ya.
El contenido de aquella carta se refería a las líneas del artículo reproducidas más arriba y a la sonrisa que me dibujó el hecho de descubrirlas. Precisamente por ello acabé asomándome -aunque no hubiese sido invitada- a un espejo en blanco, que ya no lo era tanto puesto que dejé una huella tan osada como efímera. Y cediendo de nuevo el paso a su intrínseco carácter inmaculado con un GRACIAS me retiré, de puntillas, sin hacer ruido, a escribir-me la palabra que correspondía a aquel día: "comunicación", ella fue la elegida. ¿O la escogida fui yo?
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Hoy, me quedo con esta: “presencia”. Me susurra que debe decirse siendo escrita.
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Mira lo que encontré...
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Preciosa imagen. La incluiré, cuando hable sobre algo que tenga que ver con ella.
ResponderEliminar¡Salud y buena órbita!