Llegamos al auditorio. Un vertiginoso ensayo general... posiciones sobre el escenario. Locura en los camerinos. Mujeres corremos de aquí para allá mientras nos dibujamos en el rostro la máscara de nuestro sueño más oriental: ¡abróchame por favor!... ¿me colocas el bindi?... ¡ayúdame con la purpurina!
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El aire está repleto de partículas nerviosamente placenteras. Curiosa dualidad: algo que te hiere y te acaricia al mismo tiempo.
El aire está repleto de partículas nerviosamente placenteras. Curiosa dualidad: algo que te hiere y te acaricia al mismo tiempo.
Por fin descalzas, vestidas y maquilladas como Sherezades prestas a regresar a las mil y una noches, aquellas de las que quizás nunca debimos salir.
Calentamiento corporal. Estirar bien piernas, caderas, cuello, cintura, brazos... hay tiempo, somos las penúltimas en actuar.
¡Preparadas para ir a escena!, se escucha. Nuestro turno ha llegado.
Situadas entre bambalinas. Unos focos cegadores se encienden frente a ti. ¡Dios mío ... ya no hay salida! .. Pero ¿qué... cómo tengo que bailar?... ¡no recuerdo nada... socorro! Mente en blanco. ¿Y cuerpo?
El corazón latiendo a mil por hora. Respiras profundamente pero ese ritmo lento que procuras no impide lo que llaman “pánico escénico”, que en cada actuación se repite, que amenaza con paralizarte, sin embargo una fuerza extraña e intensa te empuja a salir: el auténtico deseo de bailar, al margen de todos y todo, al margen del miedo... infundado en la mayoría de ocasiones.
La suerte está echada.
Se abre el telón y pisas ese espacio que caminaron profesionales a los que admiras... e impregnada tal vez por su energía residual, te dejas llevar por el trozo de tela de seda que te sigue como sombra serpenteante... ¿Bailas o vuelas como el velo que te vela?
A mitad de la canción el público aplaude con fervor. Y, en ese instante, nos crecemos hasta reconocernos como verdaderas princesas árabes que buscan el cielo con su mirada, altivas, misteriosas... al menos por unos minutos, esos... nuestros minutos.
Acabada la actuación saludas, te retiras lentamente, mientras la adrenalina regresa a sus niveles normales, y permaneces un tiempo en absoluto silencio, comprendiendo por qué los artistas lo son. Verdaderamente hay algo, una especie de germen adictivo que te dice: más, quiero más.
Y, aún compartiendo alegrías y felicitaciones con público y compañeras, te marchas ensimismada en tus propios pensamientos, entonando en tu interior aquella canción de Concha Velasco... maaaaamááááá quiero ser artistaaaaaaaaaaa, ooooh mamááááá, ser protagoniiiiisssttaaaaaa, con pieles o harapos con tal de ser trapos de estrella solista que hace suspiraaaaaarrrrr. Mamááááá quiero ser famosaaaaaaaa, ooooh mamáááá ser la más hermosa, firmar talonarios y en el escenario pisar a diario alfombras de rosaaaaasssss, mamá por favor compréndeme quiero ser artiiiiistaaaaaa, ¡chin pon!
Y lo mejor es que en apenas un par de semanas volveremos a serlo... a ser artistas, inch' allah.
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Leve... volando... el velo
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Inch' allah = "Si Dios quiere"... además del título de la canción que bailamos.
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no creo que las artistas profesionales disfruten tanto de su trabajo, como tú de tu afición. Felicidades..:-)
ResponderEliminarPara ser justos... vamos a dejarlo en que profesionales y aficionados disfrutan por igual. Graciassss... ;-)
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