"¿Quién soy yo?", me preguntaba. Como no encontraba la respuesta, le pregunté a mi padre.
–Depende del contexto –me explicó–. Nosotros los camaleones somos como la pausa entre dos palabras.
–Y... ¿nuestra personalidad?
–¿Para qué quieres una personalidad, hijo mío, cuando las puedes tener todas? ¿De qué te sirve ser tú mismo cuando puedes seducir a saurias fantásticas, obtener buenas notas en el colegio y hacer huir a tus adversarios simplemente diciendo que eres otro? Toma ejemplo de mí, que hoy soy tu padre y mañana quién sabe.
Era siempre la misma historia. Bastaba con remezclar los colores e hinchar un poco los divertículos pulmonares para adoptar el aspecto que quisieses; de manera que no podías fiarte de nadie, ni siquiera de los parientes. No era una casualidad que en mi familia tuviésemos todos el nombre encerrado entre signos de interrogación. Yo, sin ir más lejos, me llamaba ¿Viskovitz?
–Ya no sé qué pensar ni en qué creer, papá, estoy confuso...
–Bravo, hijo mío, si estás confuso ya eres un camaleón como se debe. Y ahora date prisa, es hora de ir al colegio.
–¿Al colegio? ¿Y para qué demonios voy a ir?
–Aprendes a tener a raya esa lenguaza, a no adherírmela a la frente.
–Papá, sabes perfectamente que para el dominio de la lengua vale más un buen beso que mil horas de clase.
–No quiero oírte hablar de besos, Visko. Sabes que son peligrosos, que ligan. Con las hembras es mejor no enviscarse.
–Ah, qué bien, ¿y si estás enamorado?
–Bueno, entonces tienes problemas, hijo. No hay peor desgracia para un camaleón.
–¿Te ha pasado alguna vez?
Pensativo, levantó un ojo articulado hacia la cresta terminal.
–Sí, yo también me enamoré una vez. Pero nunca llegué a comprender de quién. Nunca conseguía distinguirla del fondo; entonces me ponía celosísimo. Si alguien rozaba una rama, yo pensaba que le estaba acariciando la cola prensil; si chupaba rocío de una hoja, creía que le estaba lamiendo una oreja. Si me dedicaba a hacer valoraciones sobre el paisaje... Bueno, entonces creía ver los peores sobrentendidos. Por suerte el amor es un fenómeno térmico, ¿sabes, Visko?, y nosotros, los animales de sangre fría, sólo tenemos que preocuparnos entre las once de la mañana y las dos de la tarde...
Tenía más que suficiente del cinismo de aquel saurio; además, quién sabe si era realmente mi padre. Me despedí y bajé por una raíz colgante, pero en cuanto alcancé el estrato arbustivo, me escabullí entre las selagineláceas y las zingiberáceas. Continué más allá del estanque de los nenúfares, hasta llegar al árbol de la camaleona a la que amaba. Cautelosamente agazapado, muy despacio, trepé por el tronco de una caulífera, cuidando meticulosamente la mimesis para que no me descubriera, y luego me dediqué a gozar de su visión. ¡Ella sí era visible! Estaba mirándose en el espejo del agua acumulada en la concavidad de la hoja de una epífita y, canturreando, se desnudaba, desprendiéndose de la piel en un lento striptease, mientras su cuerpo, en lugar de mimetizarse, inventaba fantásticos colores. Oculto tras una orquídea saprofita, apunté y la alcancé con un beso furtivo. Me pregunté si sería el único que lo estaba haciendo. Después extendí la lengua, esperando tímidamente que se recostara en ella.
–¿Quién anda ahí? –gritó.
Quizás había hecho ruido.
–¿Visko? –confesé, pasando por alto el «vitz».
Porque si pronunciabas letras como «T», «L», «D», «N» o «Z» con la garganta seca, corrías siempre el riesgo de que la lengua pegajosa se te quedase pegada al velo del paladar.
–¿Y qué quieres? –silbó.
Con uno de los ojos independientes seguía mirándose al espejo, mientras con el otro me miraba el ojo que la miraba en el ojo que me estaba mirando. Le dije la verdad. Le dije que estaba hechizado por sus cromatóforos cutáneos y que me preguntaba cómo se podía ser tan creativo con las escamas. Ella me sonrió.
–No es difícil –respondió–. Para ser original hay que volver a los orígenes, saurio. El secreto para ser uno mismo es aceptar la renuncia. Vaciarse y dejarse llenar de nuevo. Si consigues eso, voilà, tus colores se pondrán a hablar y, en lugar de signos de interrogación, podrás ponerle a ese ridículo nombre tuyo signos de exclamación. Yo soy ¡Ljuba!
Había pronunciado aquel difícil nombre sin titubeos, haciendo restallar la lengua como un látigo.
–¿Quieres dar un paseo? –me dijo de repente.
Me quedé de una pieza.
–¿Un paseo?
–Sí, es la estación del amor, y al fin y al cabo con vosotros lo mismo da uno que otro... Ven aquí.
No daba crédito a mi buena suerte. ¡Un mocoso como yo con aquella maga arborícola! Me acerqué y descubrí que mis colores imitaban los suyos: ¡bermellones, turquesas, amapolas; jaspeados, punteados, á pois! Caramba, me dije, esto debe de ser la felicidad. ¡Nada que ver con mis descoloridas compañeras de colegio! Por ella era capaz de escalar montañas, de enfrentarme a víboras y mangostas. Y si se confundía con el fondo... paciencia, era capaz de amar cualquier hoja, cualquier puesta de sol, cualquier flor, viendo en cualquier parte sus escamas, y a todo le daría aquel nombre impronunciable: ¡Lllljuba!
Me zambullí en aquel arco iris. Le acaricié los lóbulos dérmicos y me abracé a su cresta, me dejé transportar por sus ondulaciones y me abismé en el olvido, naufragando en sus exudaciones viscosas, adorando cada milímetro de aquellas escamas.
¡Bum!
Caímos de la rama y nos estrellamos sobre las espinas de una acacia silbadora.
Pues bien, al día siguiente descubrí que también mi tonta ex prometida, Lara, tenía idénticas heridas, ¡y lo mismo pasaba con mi apagada y reprimida compañera de pupitre, Jana!
Entonces perdí las últimas certidumbres que me quedaban. Y en ese momento, por fin, me encontré a mí mismo.
–Depende del contexto –me explicó–. Nosotros los camaleones somos como la pausa entre dos palabras.
–Y... ¿nuestra personalidad?
–¿Para qué quieres una personalidad, hijo mío, cuando las puedes tener todas? ¿De qué te sirve ser tú mismo cuando puedes seducir a saurias fantásticas, obtener buenas notas en el colegio y hacer huir a tus adversarios simplemente diciendo que eres otro? Toma ejemplo de mí, que hoy soy tu padre y mañana quién sabe.
Era siempre la misma historia. Bastaba con remezclar los colores e hinchar un poco los divertículos pulmonares para adoptar el aspecto que quisieses; de manera que no podías fiarte de nadie, ni siquiera de los parientes. No era una casualidad que en mi familia tuviésemos todos el nombre encerrado entre signos de interrogación. Yo, sin ir más lejos, me llamaba ¿Viskovitz?
–Ya no sé qué pensar ni en qué creer, papá, estoy confuso...
–Bravo, hijo mío, si estás confuso ya eres un camaleón como se debe. Y ahora date prisa, es hora de ir al colegio.
–¿Al colegio? ¿Y para qué demonios voy a ir?
–Aprendes a tener a raya esa lenguaza, a no adherírmela a la frente.
–Papá, sabes perfectamente que para el dominio de la lengua vale más un buen beso que mil horas de clase.
–No quiero oírte hablar de besos, Visko. Sabes que son peligrosos, que ligan. Con las hembras es mejor no enviscarse.
–Ah, qué bien, ¿y si estás enamorado?
–Bueno, entonces tienes problemas, hijo. No hay peor desgracia para un camaleón.
–¿Te ha pasado alguna vez?
Pensativo, levantó un ojo articulado hacia la cresta terminal.
–Sí, yo también me enamoré una vez. Pero nunca llegué a comprender de quién. Nunca conseguía distinguirla del fondo; entonces me ponía celosísimo. Si alguien rozaba una rama, yo pensaba que le estaba acariciando la cola prensil; si chupaba rocío de una hoja, creía que le estaba lamiendo una oreja. Si me dedicaba a hacer valoraciones sobre el paisaje... Bueno, entonces creía ver los peores sobrentendidos. Por suerte el amor es un fenómeno térmico, ¿sabes, Visko?, y nosotros, los animales de sangre fría, sólo tenemos que preocuparnos entre las once de la mañana y las dos de la tarde...
Tenía más que suficiente del cinismo de aquel saurio; además, quién sabe si era realmente mi padre. Me despedí y bajé por una raíz colgante, pero en cuanto alcancé el estrato arbustivo, me escabullí entre las selagineláceas y las zingiberáceas. Continué más allá del estanque de los nenúfares, hasta llegar al árbol de la camaleona a la que amaba. Cautelosamente agazapado, muy despacio, trepé por el tronco de una caulífera, cuidando meticulosamente la mimesis para que no me descubriera, y luego me dediqué a gozar de su visión. ¡Ella sí era visible! Estaba mirándose en el espejo del agua acumulada en la concavidad de la hoja de una epífita y, canturreando, se desnudaba, desprendiéndose de la piel en un lento striptease, mientras su cuerpo, en lugar de mimetizarse, inventaba fantásticos colores. Oculto tras una orquídea saprofita, apunté y la alcancé con un beso furtivo. Me pregunté si sería el único que lo estaba haciendo. Después extendí la lengua, esperando tímidamente que se recostara en ella.
–¿Quién anda ahí? –gritó.
Quizás había hecho ruido.
–¿Visko? –confesé, pasando por alto el «vitz».
Porque si pronunciabas letras como «T», «L», «D», «N» o «Z» con la garganta seca, corrías siempre el riesgo de que la lengua pegajosa se te quedase pegada al velo del paladar.
–¿Y qué quieres? –silbó.
Con uno de los ojos independientes seguía mirándose al espejo, mientras con el otro me miraba el ojo que la miraba en el ojo que me estaba mirando. Le dije la verdad. Le dije que estaba hechizado por sus cromatóforos cutáneos y que me preguntaba cómo se podía ser tan creativo con las escamas. Ella me sonrió.
–No es difícil –respondió–. Para ser original hay que volver a los orígenes, saurio. El secreto para ser uno mismo es aceptar la renuncia. Vaciarse y dejarse llenar de nuevo. Si consigues eso, voilà, tus colores se pondrán a hablar y, en lugar de signos de interrogación, podrás ponerle a ese ridículo nombre tuyo signos de exclamación. Yo soy ¡Ljuba!
Había pronunciado aquel difícil nombre sin titubeos, haciendo restallar la lengua como un látigo.
–¿Quieres dar un paseo? –me dijo de repente.
Me quedé de una pieza.
–¿Un paseo?
–Sí, es la estación del amor, y al fin y al cabo con vosotros lo mismo da uno que otro... Ven aquí.
No daba crédito a mi buena suerte. ¡Un mocoso como yo con aquella maga arborícola! Me acerqué y descubrí que mis colores imitaban los suyos: ¡bermellones, turquesas, amapolas; jaspeados, punteados, á pois! Caramba, me dije, esto debe de ser la felicidad. ¡Nada que ver con mis descoloridas compañeras de colegio! Por ella era capaz de escalar montañas, de enfrentarme a víboras y mangostas. Y si se confundía con el fondo... paciencia, era capaz de amar cualquier hoja, cualquier puesta de sol, cualquier flor, viendo en cualquier parte sus escamas, y a todo le daría aquel nombre impronunciable: ¡Lllljuba!
Me zambullí en aquel arco iris. Le acaricié los lóbulos dérmicos y me abracé a su cresta, me dejé transportar por sus ondulaciones y me abismé en el olvido, naufragando en sus exudaciones viscosas, adorando cada milímetro de aquellas escamas.
¡Bum!
Caímos de la rama y nos estrellamos sobre las espinas de una acacia silbadora.
Pues bien, al día siguiente descubrí que también mi tonta ex prometida, Lara, tenía idénticas heridas, ¡y lo mismo pasaba con mi apagada y reprimida compañera de pupitre, Jana!
Entonces perdí las últimas certidumbres que me quedaban. Y en ese momento, por fin, me encontré a mí mismo.
Aunque quizás no le haya reconocido.
"¿Quién te crees que eres, Viskovitz?", ("Eres una bestia, Viskovitz", Alessandro Boffa).
Me encantan estas historias de Viskovitz que nos lees.. :-)
ResponderEliminarJe, je pues me encanta que te encanten porque ciertamente son encantadoras :-)
ResponderEliminarEsa frase tuya suena a encantamiento :-)
ResponderEliminarPues ten a mano un mástil y unos taponcitos de cera, por si las moscas. Digo por si las sirenas :-D
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