Detrás de la piscina comienza el paseo marítimo. He aparcado allí y he visto como un hombre negro de mediana edad paseaba en bicicleta. Un hombre que por sus ropas me ha hecho imaginar que se trataba de uno de tantos inmigrantes que por la crisis se ha quedado sin trabajo, posiblemente sin techo y... ¿sin nada?
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Repetía el mismo recorrido una y otra vez. A ritmo tranquilo iba y volvía por los no más de cincuenta metros sobre los que rodaba. A medida que me acercaba veía como estiraba las piernas y buscaba que sus pies, en chanclas, se hundieran en los charcos que se habían formado... planeando como si de un catamarán se tratase. Vestía pantalón corto, camiseta sin mangas y estaba literalmente empapado... dejándose llover... sin prisa, sin pausa. Si estabas seco no hacía frío... pero sí fresco. ¿Si estabas totalmente mojado?... No sé, no contesto.
Mi tiempo se ha ralentizado... e incluso he sentido que casi caminaba a cámara lenta, como si mi retina buscara fusionarse con la escena que contemplaba... con un momento mágico-potágico... y quedarse ahí, indefinidamente.
Hasta que sus ojos se han cruzado con los míos. Esa mirada, de fondo blanco radiante, en un rostro tan oscuro, desbordaba alegría... bienestar. En ese instante era un hombre feliz. Y nada más parecía importar. ¿Dije la vida puertas afuera... paralizada?
Me miró... sonrió. Le miré... sonreí. Y sentí que también yo era feliz... feliz por verle sonreír...
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