Siento como privilegio tener la posibilidad de cada día ir a un trabajo. Además, un buen trabajo (hasta la fecha) considerando cómo está el patio laboral. Pero... no quería volver después de las vacaciones y no porque estas acabaran. Las cosas se están poniendo feas e irán a peor hasta el punto de plantearme muy seriamente un cambio. Incluso mi organismo reacciona ante el... “leve-rechazo” que he tenido-tengo. Ejem, quiero decir del “denso-rechazo”. Tres días llevo incorporada... y los tres comienza a dolerme la cabeza nada más entrar y deja de hacerlo media hora después de salir. Vamos... lo que se dice una somatización en toda regla. Porque el cuerpo habla... ¡ya lo creo que lo hace!
Sin embargo hoy el tema no es “por qué” sino “cómo” pasé el día del regreso. Para empezar amanecí triste. Particularmente triste. Vaya por delante, por si aún no me pronuncié al respecto, que cantidad de “normas sociales absurdas y no pocas veces hipócritas” me las paso por el forro de la indiferencia (es que chirrían con mi coherencia y claro...), y por ende no me suelo molestar en… disimular un estado de ánimo concreto que me embargue por el hecho de que no goce de buena fama. No es que sea un libro abierto, pues como es lógico muchas de mis páginas permanecen cerradas, pero las que muestro contienen lo que contienen y no otra cosa. No hay sorpresas a posteriori. Lo que pasa es que... no todo el mundo puede-sabe leer lo que hay escrito en ellas. A resultas me cuesta horrores fingir y en consecuencia mi cara suele ser puritita transparencia. Y de la mirada no hablemos. Opaca no estaba el día en cuestión, pero casi. O eso creía yo.
Triste entré al laboratorio y triste salí. Y continué con el día. Fui al médico, no por enfermedad sino porque necesito un papelito de su parte que certifique mi buena salud para otro asunto más lúdico; danza oriental para más señas. Mientras esperaba se sentó a mi lado una señora de unos sesenta años, tal vez algunos menos. Al principio comenzó a hablar con la mujer de su izquierda y varias personas más que había en los asientos que formaban esquina con el suyo, creándose una especie de corrillo. Mientras, yo intentaba concentrarme en la lectura del libro que me acompañaba, cosa que no lograba. No por el ruido externo, sino por mi… dispersión interna. El caso es que paré, miré la escena y me percaté de que la gente que estaba próxima a la señora que se sentó a mi lado... “cerraba filas”. Ciertamente ella era de lo más locuaz y tuve la sensación de que se la etiquetaba como la clase de persona “pesada que va con su cantinela por doquier”... y a la que se suele evitar. Se hizo un extraño silencio y dejaron de prestarle atención. Recordé de repente el cuento del patito feo…
En ese momento la señora se giró hacia mí y comenzó a… contarme su vida; o más bien sus penas. No tenía yo el cuerpo ni el alma para lamentos, y menos ajenos, pero... empezaron a caerle tremendos lagrimones y ni encontraba pañuelo al buscar en su bolso. Le ofrecí uno y como el llanto empezaba a sonar angustioso recurrí al supertruqui: poner mi mano sobre su antebrazo a modo de ligera caricia… para que sintiera un calor que no fuera el suyo propio (si es que no se sentía congelada por dentro, a saber). Cuando alguien sufre, el contacto humano alivia sobremanera aunque provenga de quien no se conoce y si no, prueben, prueben... Me habló de su obvia depresión patológica, según ella fruto del maltrato sicológico al que su marido la llevaba sometiendo taytantos años. O sea casi toda su vida. Yo fundamentalmente escuchaba sin abrir la boca pero me extrañó que dijera que el doctor la regañaría si la veía llorar. Porque al médico en cuestión se le idolatra precisamente por lo humano que es y lo paciente… con sus pacientes. Contaba que nadie le hacía caso, que nadie creía lo que decía. Ni siquiera en mi mente quise juzgar, a falta de la otra versión y sobre todo por no conocer la historia de manera presencial, pero por las reacciones que tenía, no parecía tener mucho sentido plantearle una posible solución –independientemente de la médica- al que definía como su gran problema. Aún así le hice una pregunta:
“¿Sabe que existen lugares específicos en los que ayudan a las mujeres maltratadas? Si quiere le indico adónde se debe dirigir”. No recuerdo qué dijo pero buscó excusas para no salir de su
bucle. Había aprendido a vivirse sufriendo. Es decir... se había cronificado su dolor al punto de no poder admitir la alternativa de desprenderse de él. Eso quedaba bastante claro. En resumidas cuentas: en efecto estaba muy enferma e independientemente del grado de realidad que hubiese en lo que contó, se encontraba repleto de su verdad, porque de ese modo ella lo experimentaba.
Cambié la estrategia y la “distraje” hablándole de algo tan sencillo como
el verano de San Miguel que estábamos disfrutando… la suerte que teníamos en ese aspecto por vivir en Almerialópolis… que precisamente por la situación geográfica gozábamos la mayor parte del año de buen clima, bla, bla, bla… Ni una lágrima derramó en ese tiempo hasta que llegó su turno.
Y ahí me quedé reclamándome:
“Alicia eres un poco tonta, la verdad. ¿No habías quedado contigo misma y tu mismidad en que ibas a ser tu prioridad y que te iba a importar un pimiento el personal, especialmente si era desconocido? ¿Es así como lo vas a hacer?”. Y me respondí:
“Pues sí, parece que un poco-bastante tonta… sí que soy. Al menos a veces”.
Entretanto la mujer que había a su izquierda comenzó a contar sobre la señora que lloraba. Dijo que su marido era un bendito y tenía unos hijos estupendos, que era afortunada, pero que estaba con una depresión tremenda que le hacía ver cosas donde no existían… tergiversar.
¿Cuál es la realidad exacta?... Ni idea. La puerta de la consulta se abrió, la señora salió, dijo adiós al resto y se paró frente a mí. Me agarró una mano con fuerza a la par que dulzura y se me quedó mirando un rato, en silencio, hablándome sólo con sus ojos:
“Gracias”, decía su mirada. Eso decía. Y detrás de la pupila… el poso de su sufrimiento, que ese si existía independientemente de cuál fuera el origen.
Ahí me quedé otra vez, diciéndome:
“Alicia, puede que seas un poco tonta… pero también otra pizca humana y esa mujer ha tenido un pequeño alivio, instantáneo sí, pero alivio al fin y al cabo… porque sencillamente alguien ha escuchado lo que necesitaba sacar afuera”. Entonces, mi tristeza… dejó de estar tan triste.
Cuando acabé en el consultorio y ya de regreso a casa paré en un quiosco céntrico de la ciudad en el que venden… ¡piiiiiipaaaassss, cacachueeeetessss, kiiikooosssss, garrapiñaaaadaaaasss! y otras cosillas. Era la primera vez que entraba aunque es un negocio con solera. Allí me encontré con que el tendero era…
¡el mismísimo actor alemán Armin Mueller-Stahl!, aunque en aquel momento sólo acerté a reconocerle como el padre de David Helfgott en la película “Shine”. Luego
San Internet tuvo la gentileza de facilitarme su nombre. Buenooo... vaaaaleee, sólo era su doble, pero casi-casi igualito; gafas incluidas. El caso es que cruzamos varias frases antes de que me preguntase qué quería.
- Leve.- Esteeeeeee, ¡uy no me sale! Mire que lo tengo en la punta de la lengua pero se me ha borrado el nombre (poniendo muecas de levepeque, sospecho).
- Tendero.- Piense en mí señorita. Concéntrese y piense en mí. Verá como enseguida le viene a la mente lo que quiere.
- Leve. No, si verlo, lo veo… pero es que la palabra que lo denomina ha desaparecido de mi vocabulario, ¡ops!
- Tendero.- Piense en mí señorita, hágame caso.
- Leve.- Si me sigue diciendo eso le acabaré cantando la canción de Luz Casal que lleva ese nombre. O por lo menos tarareándosela.
- Tendero.- Concéntrese… míreme…
- Leve.- A ver si le voy a imaginar como un hipnotizador y me da la risa… Es… como pistachos, pero no son pistachos.
- Tendera (o sea la parienta, que estaba también por allí).- ¡Piñones!
- Leve.- Eeeeeso mismo.
- Tendero.- Conste que si hubiera pensado en mí, lo habría recordado seguro. ¿Qué más?
- Leve.- Sólo quiero eso.
- Tendero.- Aquí tiene… y vuelva usted mañana.
- Leve.- Pero no voy a necesitar piñones hasta dentro de un tiempo, hombre.
- Tendero.- No importa. No venga a comprar. Sólo venga usted mañana, y pasado, y el otro... Que da gusto ver a gente con tan buena energía.
- Leve.- Pues ni le cuento lo agradable que es toparse con dependientes de su talla. Muchas gracias. A estar bien.
- Tendero.- Hasta pronto.Eché a andar pensado que, aunque mi mirada no brillase, ¡la energía que desprendía era buena! Entonces, de nuevo, mi tristeza… dejó de estar tan triste.
Ya en la noche, en casa, encendí el ordenador y me encontré un regalo inesperado. El correo de un amigo que decía, literalmente:
“A mí me ayudas a ser feliz”.
Y entonces, por tercera vez, mi tristeza… dejó de estar tan triste. Y se volvió a un punto de suavidad... que casi parecía una tímida alegría.
¿Lo que mal empieza, mal acaba? No, no, no… no fue así mi primer día de trabajo tras la vuelta de las vacaciones, porque lo que mal comenzó… acabó algo más que bien.
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