La otra resaca es del alma. De los dieciocho compañeros que somos en mi centro de trabajo, Milagrito y yo compartíamos espacio. Y momentos. Y conversaciones. Y risas. Y algunas lagrimillas de alegría o de dolor. Y abrazos. Y cansancio. Y desayunos. Cachitos de vida en resumen. Y, entre tanto y tanto, se fue creando un vínculo que sin darnos cuenta traspasó la frontera del compañerismo puramente laboral. Nos fuimos “domesticando”... como el zorro y el Principito.
Antes de ayer nos despedimos en privado ella y yo. Vía escrita y hablada nos dijimos algunas cosas, de esas que sólo la gente amiga se expresa mutuamente en momentos de especial intensidad. Milagrito, que por sus circunstancias personales tenía solicitada la reducción de jornada, se marchó una hora antes, como cada día. Cuando iba a cerrar la puerta se quedó parada, me miró, la miré... durante unos minutos sólo nos miramos a la par que el caudal de los ojos aumentaba, "ahogando", impidiéndonos hablar. Ya no había espacio para la palabra. Y la puerta se cerró. ¿Como cada día?... No. Los días que lleguen ya no irán acompañados del “cada”... ya no habrá serie. Posiblemente en alguna ocasión aparezca de visita, pero la cotidianeidad con ella... ya no será más.
Se marcha no porque quiera, tampoco porque tenga que hacerlo. Solicitó otro destino voluntariamente en función de lo que estima mejorará su situación personal, muy condicionada por tener que criar sola a sus dos hijos, siendo un de ellos discapacitado físico e intelectual en un grado considerable. Si de sus deseos en exclusiva hubiera dependido... allí, con nosotros, se habría jubilado.
En la comida hubo diversión, momentos muy emotivos, discursos... y de tanto en tanto cruce de miradas. Cuando sus ojos y los míos se encontraban... parecía que el tiempo se detenía y el resto de personas desaparecía. Nos quedábamos ancladas en ese hilo invisible que nos unía. Miradas tan silenciosas e intensas como las del día anterior. Tan sentidas como aquellas que nos dejaron mudas poco antes de que una puerta se cerrara.
A eso de las nueve de la noche me despedí de los irreductibles que quedaban en el bar -entre ellos Milagrito- y regresé a casa caminando. Me encanta hacerlo... de día... de noche. Era un inmenso placer percibir como el aire frío entraba en mis pulmones a medida que daba pasos. Alzaba la cabeza, para sentir ese frescor en la cara... y buscar estrellas allá arriba. Las estrellas que sembramos Milagrito y yo en el pedazo de cielo que construimos. Ese cielo en el que tanta luz ha dejado al partir y por el que tan agradecida me siento.
La vida es azúcar mezclada con limón. Y las despedidas definitivamente tienen un sabor... dulcemente amargo. Dulce porque el corazón rezuma almíbar al comprobar el enriquecimiento que te ha aportado alguien... la relevancia que su presencia ha tenido para que seas un poco más persona... la maravilla de estar “cerca” de un ser humano... de confiar y que confíen en ti. Amargo porque como dice la canción... cuando un amigo se va, galopando su destino, empieza el alma a vibrar porque se llena de frío...
“El esplendor de la amistad no radica en una mano extendida, en la bondad de una sonrisa o en el placer de una compañía, sino en la inspiración del espíritu al descubrir que alguien cree en nosotros y está dispuesto a brindarnos su confianza”
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