La cultura y el refinamiento no han borrado la parte primitiva que aún se esconde en nuestro ser. Los humanos gritamos. No se trata del grito que se da para pedir socorro o para comunicarse con alguien que está lejos, sino del bramido rotundo, de esa voz desaforada y vivencial, que refiere pasiones sin palabras.
Hay gritos cortos e intensos o largos y profundos, gritos conscientes y gritos ignorados; un grito nunca es prudente, siempre es extremo, y es él el que nos domina y sobrepasa.
La sicología no se ha interesado demasiado por el grito, pero debería hacerlo, porque constituye un test de emociones con muchos significados. Uno de los más evidentes es el miedo: ante un susto o una amenaza inesperada, probablemente gritemos y el sonido será inequívoco. La voz de miedo contagia miedo, de hecho no hay película de terror sin un buen grito, incluso cuando el miedo gusta y es previsible, como pasa en la montaña rusa, igualmente se grita, y ese grito colectivo incrementa el atractivo.
Pero el grito también envalentona. Deportistas duros, y por supuestos soldados y combatientes, se perciben a sí mismos a través de su grito y se autocontagian la fuerza o la ferocidad que necesitan en momentos de reto o de peligro.
Otro gran significado del grito es el sufrimiento. Tanto el menor, el que por ejemplo provoca la fatiga agotadora expresada con gritos agónicos en cada raquetazo de un tenista, como el sufrimiento mayor.
La respuesta a una noticia trágica se puede manifestar con un alarido, y ese grito es dolorosamente elocuente. Ojalá se escuchara una sola vez en la vida; ojalá no se repitieran aquellos gritos que provoca el daño físico insoportable o el dolor sicológico que desgarra el alma, aquel que mezcla grito con llanto y cuyo lenguaje universal une y sobrecoge a todos.
La alegría y el placer también saben de gritos, menos mal. Quién, siendo adolescente, en un atardecer lleno de playa, de sol de amigos, no gritó a lo loco, sin saber muy bien por qué, desbordado de entusiasmo y gratitud a la vida. Quién, enredado en los brazos de la persona amada, no elevó su voz, tal vez sin darse cuenta, y con ello la temperatura emocional de ese instante.
No sé si hay belleza en el grito, o solo pasión, pero en su sinceridad se encuentra nuestro más hondo salvajismo, nuestro pálpito. Gritamos y, con dolor o placer, con furia o miedo, en ese instante nos sentimos vivos.
Hay gritos cortos e intensos o largos y profundos, gritos conscientes y gritos ignorados; un grito nunca es prudente, siempre es extremo, y es él el que nos domina y sobrepasa.
La sicología no se ha interesado demasiado por el grito, pero debería hacerlo, porque constituye un test de emociones con muchos significados. Uno de los más evidentes es el miedo: ante un susto o una amenaza inesperada, probablemente gritemos y el sonido será inequívoco. La voz de miedo contagia miedo, de hecho no hay película de terror sin un buen grito, incluso cuando el miedo gusta y es previsible, como pasa en la montaña rusa, igualmente se grita, y ese grito colectivo incrementa el atractivo.
Pero el grito también envalentona. Deportistas duros, y por supuestos soldados y combatientes, se perciben a sí mismos a través de su grito y se autocontagian la fuerza o la ferocidad que necesitan en momentos de reto o de peligro.
Otro gran significado del grito es el sufrimiento. Tanto el menor, el que por ejemplo provoca la fatiga agotadora expresada con gritos agónicos en cada raquetazo de un tenista, como el sufrimiento mayor.
La respuesta a una noticia trágica se puede manifestar con un alarido, y ese grito es dolorosamente elocuente. Ojalá se escuchara una sola vez en la vida; ojalá no se repitieran aquellos gritos que provoca el daño físico insoportable o el dolor sicológico que desgarra el alma, aquel que mezcla grito con llanto y cuyo lenguaje universal une y sobrecoge a todos.
La alegría y el placer también saben de gritos, menos mal. Quién, siendo adolescente, en un atardecer lleno de playa, de sol de amigos, no gritó a lo loco, sin saber muy bien por qué, desbordado de entusiasmo y gratitud a la vida. Quién, enredado en los brazos de la persona amada, no elevó su voz, tal vez sin darse cuenta, y con ello la temperatura emocional de ese instante.
No sé si hay belleza en el grito, o solo pasión, pero en su sinceridad se encuentra nuestro más hondo salvajismo, nuestro pálpito. Gritamos y, con dolor o placer, con furia o miedo, en ese instante nos sentimos vivos.
(Pilar Varela)
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