Anoche me asomé a la ventana para mirarla... y verla. Se encontraba tan llena que parecía haberse entregado a un pantagruélico banquete. En su perfecta silueta circular allá arriba estaba, alta, casi oculta pero no del todo pues se le veían los ojos. Inicialmente pensé que jugaba al escondite pero en realidad se había puesto un velo que sólo permitía alcanzar su mirada. Un velo de nubes sedosas de color tan azul marino como la propia noche, llegando a confundirse con ella hasta el punto de no distinguirse sus algodonosos contornos.
A menudo juego a verle caras porque siempre ofrece alguna; basta con prestar un poco de atención. Unas veces se muestra alegre, otras picarona, algunas triste... la que más repite es la de sorprendida... ¡oh! Ayer estaba tremendamente seductora.
En ocasiones me topo con ella por sorpresa cuando regreso a casa caminando. Se muestra espectacularmente hermosa. Inmensa, casi a ras del horizonte, y a diferencia de su habitual traje de plata se viste de oro. Tan amarilla se la ve que se confunde con aquel que la releva cada mañana. Claro que a ella si la puedes mirar fijamente sin que te ciegue. Y en esos momentos... me hipnotiza hasta el punto de casi tragarme -literalmente- más de una farola, pues sólo tengo ojos para su figura y no para el camino.
Me vuelvo a asomar en este instante y sigue ahí, expectante, vigilante, regordeta, sin velo... en todo su esplendor. Dice que unos kilos de más no tienen importancia, que a partir de mañana comenzará una dieta adelgazante. Añade que no tanto por cuestiones estéticas sino por salud.
Bien sea en las alturas o en las bajuras... flaca u oronda... siempre enigmática, bella, luminosa. La luna. Esa mediadora entre cielo y tierra... ¿será una mensajera de dioses?
A menudo juego a verle caras porque siempre ofrece alguna; basta con prestar un poco de atención. Unas veces se muestra alegre, otras picarona, algunas triste... la que más repite es la de sorprendida... ¡oh! Ayer estaba tremendamente seductora.
En ocasiones me topo con ella por sorpresa cuando regreso a casa caminando. Se muestra espectacularmente hermosa. Inmensa, casi a ras del horizonte, y a diferencia de su habitual traje de plata se viste de oro. Tan amarilla se la ve que se confunde con aquel que la releva cada mañana. Claro que a ella si la puedes mirar fijamente sin que te ciegue. Y en esos momentos... me hipnotiza hasta el punto de casi tragarme -literalmente- más de una farola, pues sólo tengo ojos para su figura y no para el camino.
Me vuelvo a asomar en este instante y sigue ahí, expectante, vigilante, regordeta, sin velo... en todo su esplendor. Dice que unos kilos de más no tienen importancia, que a partir de mañana comenzará una dieta adelgazante. Añade que no tanto por cuestiones estéticas sino por salud.
Bien sea en las alturas o en las bajuras... flaca u oronda... siempre enigmática, bella, luminosa. La luna. Esa mediadora entre cielo y tierra... ¿será una mensajera de dioses?
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