viernes, 3 de octubre de 2008

Ella y él ... de nuevo

Cuentan que un hombre anciano fue a una clínica para tratarse una herida que tenía en la mano. Llevaba bastante prisa y cuando la enfermera comenzó a realizarle la cura le preguntó qué era eso urgente que le reclamaba:
- Tengo que ir a la residencia para desayunar con mi mujer, que vive allí. Lo hago a diario.
Añadió que llevaba algún tiempo en ese lugar pues su esposa padecía un Alzheimer muy avanzado y para él ya no era posible tenerla en casa.
Mientras acababa de vendarle, la enfermera siguió interesándose:
- ¿Se alarmará su esposa en caso de que llegue tarde?
- ¡Oh no! Ella ya no sabe quién soy. Hace casi cinco años que no me reconoce.
- ¿Y si ya no sabe quién es usted... por qué esa necesidad de estar con ella todas las mañanas?
- Pues... ella no sabe quien soy, pero yo todavía sé muy bien quién es ella. Y eso es lo verdaderamente importante.

La enfermera tuvo que contener su emoción al escuchar a aquel hombre sencillo. Y después de verle salir de la consulta, tras una larga pausa, se dijo para sí:
- Esa es la clase de amor que quiero para mi vida. El verdadero, el que no se reduce a un mero envoltorio ni a un romanticismo barato que tiene fecha de caducidad. El que acepta, absolutamente, todo lo que el otro es, lo que ha sido, lo que será y, sobre todo, lo que por causas ajenas a su voluntad puede que no vuelva a ser. El que crece y no decrece, pese a las adversidades.

La historia me sirve como introducción para contar que esta mañana he tenido el inmenso privilegio de ver a ese amor paseando ante mí. O siendo más concreta, de volver a verlo ya que la primera vez fue hace un año exacto.

Detrás de la piscina a la que voy se encuentra el mar. En realidad el paseo marítimo y por ende la playa, pero en este tiempo, al haber poquita gente, se parece bastante al mar que frecuento; es decir el de todas las estaciones que no sean verano. Por estos días de octubre de 2007 localicé un banco con sombra frente al mar al que estuve acudiendo para sentarme y escuchar el susurro marino; es algo que resulta particularmente reconfortante cuando se tienen cuerpo y mente “endorfinados” por una sesión acuática-sirenil-delfinera. Mis ojos cerrados ofrecían el protagonismo al oído, para que captase todos los matices del suave oleaje que iba y venía lamiendo la orilla, cuando de repente una dulce voz masculina, bastante quebrada por la edad, me sacó de mi estado de abstracción:
- ¡Vaaaamos, tenemos que caminar un poco!... es muy bueno caminar y hemos de hacerlo.

Se trataba de una pareja de gente otoñal (que me gusta a mí decir), que iba cogida de la mano. El iba un poco adelantado ... ella daba tres o cuatro pasos pequeñitos y súbitamente paraba en seco, agarrándose fuertemente al brazo de él, a su sostén, no queriendo avanzar, atemorizada. El paraba, pero enseguida iniciaba la marcha, suave, con delicadeza, y a los pocos pasos de nuevo ella se asustaba. Por su expresión facial parecía que el hecho de tener que caminar le hacía rozar el pánico. No articulaba palabra, tan sólo intentaba retroceder. Y él volvía a repetir la secuencia: parar-iniciar-parar-iniciar... de vez en cuando le quitaba el sombrero y le acariciaba el pelo, a la par que afectuosamente le invitaba a continuar con su paseo. Ternura infinita es una expresión demasiado pequeña para definir la escena.

Sucede que a menudo la belleza me hace llorar, sobre todo cuando se presenta de manera intensa e inesperada. Mentiría si dijera que en ese momento sólo rodaban un par de lágrimas por mis mejillas. Recuerdo que incluso tuve que usar pañuelo. Por la compasión que ella me despertaba... me parecía tan injusto que una enfermedad degenere a una persona hasta el punto de casi hacerla desaparecer de su propio cuerpo y mente... pero sobre todo por la generosidad que se desprendía de la paciencia de aquel hombre (20 minutos para recorrer 4 metros), por las toneladas de cariño que depositaba en la tarea y, en definitiva, por la inmensa belleza de la que estaba siendo partícipe gracias a ellos. Y mientras las últimas gotitas me lavaban la cara, una enorme sonrisa se me dibujaba al mismo tiempo que comenzaba a cantar en mi interior...

Te sigo queriendo como el primer día
con esta alegría con que voy viviendo,
más que en el relevo de las cosas idas
en la expectativa de los logros nuevos.
Como el primer día de un sentir primero,
como el alfarero de mi fantasía,
con la algarabía de un tamborilero
y el gemir austero de una letanía,
como el primer día te sigo querieeeendooooooo...

Hoy, doce meses después, conducía por la calle paralela al paseo marítimo cuando he tenido que parar en un paso de cebra. Un anciano cogía de la mano a una anciana y se disponían a cruzarlo. El tan generoso como hace un año. Ella, aún más deteriorada si cabe, dando pequeños pasitos asustados. Pero aún juntos, unidos en su ser no siendo. Aquel amor, tan presente como entonces, justo delante de mí... de nuevo. Inevitablemente el corazón me ha empezado a dar saltos en la caja torácica de pura alegría. Y es que la muchacha que suscribe nos salió de lo más sentimentaloide. ¡Tara de fabricación!

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